Cuando salía de casa de mi madre esas mañanas que parecían de un otoño eterno, iba siempre en vaqueros y con botas, siempre adolescente, siempre punkie, siempre con todo por romper.
Salía a trabajar, y a no pensar, y a sentir. A soñar con un mundo mejor.
Salía a aquella empresa de locos y soñaba con Iznogud y ese día, una vez al año, en que el gran visir puede ser califa sin maquinaciones especiales, sólo porque la celebración de El día de los locos implica el cambio de todas las jerarquías: los esclavos se convierten en califas y los califas en esclavos.
El perezoso, plácido y algo abúlico califa es tan inoperante como lo eran mis jefes, pero mucho mejor persona, y yo querría sacudirlo un poco. Porque no es que me gusten las revoluciones y las anarquías, que también, es que no puedo con la inacción.
«Si yo fuera sabia y buena como mi madre, trabajaría mejor y más callada, y sabrían lo que valgo, o me daría igual que no lo supieran. Si yo fuera como soy, y si pudiera ser califa en lugar del califa, si dejara mi puesto de becaria venida a más (o de ejecutiva venida a menos, no sé) por unas horas de mando, despediría a todos los presidentes de gobierno, ministros y directivos que no se atreven a pensar; que ni trabajan, ni dejan trabajar…».
Y recordaba a Álvaro y aquella teoría que me contó hace mil años, porque yo he caminado mucho para volver al mismo sitio:
«Mira, Mica, en todas las empresas, instituciones y gobiernos, hay una cuota obligatoria de “atechados”, esas personas a las que tienes que cobijar, dar un techo, pagar un sueldo y fingir que respetas. El error no es acogerlas, el error es darles contenido. Quiero decir que si a todos los enchufados y malignos lo que les das es su nómina y mucho entretenimiento pero nada que hacer, sale más barato, porque no rompen lo importante».
La teoría de Álvaro era implacable y exacta para mi jefe el pensador. Y yo nunca debería haberme ido de la empresa en la que trabajaba con Álvaro porque, aunque teníamos una importante cuota de atechados, nos sobraba un edificio, y Álvaro proponía instalar allí un futbolín, barra libre, salas de cine y videojuegos, pelis de todo tipo (porno también, claro, sin prejuicios y entre adultos consentidores)… Poner de todo, menos teléfonos y ordenadores con acceso al correo electrónico corporativo.
«Los tenemos contentos y ocupados, hasta divertidos, y no tienen tiempo ni de hacer daño, ni de meter la pata ni de dar por culo. Así de fácil y de barato».
«No hay imbéciles baratos», había dicho el otro día un directivo de mi empresa. Y yo había pensado: «¡Hombre, por fin!». Pero no. Era sólo un dato objetivo, no un plan de acción.
Aquellos días, llena de amor, sonreía sola, colocando en ese edificio imaginario a algunos (¡y algunas!) que me iba cruzando en esa empresa que se despeñaba ante la más estruendosa inacción de sus gestores.
«Y tú más», sé que pensaban al verme. «Pringada, listilla, pedante. Zorra».
Aunque entonces ya no me veía nadie. Ya no iba a reuniones, ya no pisaba las plantas de los despachos nobles. Y me daba igual. Nada en aquellos días tan plenos, tan conectados, tan lúcidos, podía robarme la energía de mi madre.
La tenía en la muñeca donde durante muchos años llevé el reloj de mi padre y ahora llevaba el de mi madre; la muñeca donde me había grabado aquel recuerdo de vida, a mi padre y a mi perro, y donde tenía que meter ahora a mi madre.
Aquellos días dejaba pasar las horas con la mirada perdida, y recuerdo que alguien me preguntó si estaba enamorada, y yo pensé que no, pero que mi madre se estaba muriendo y me había llenado de amor, y que no merecían saberlo.
«Sé que todo lo que no quiero saber me va a venir por ti. Todas las malas noticias que me quedan. Lo sé y vivo contigo, mamón, hijoputa, cabrón». Eso le había dicho yo a mi móvil alguna vez, pero cuando llamó Jon tenía la voz suave; me dijo que fuera, y yo fui, y estuvimos los tres con ella, y hubo paz, y aquel otoño eterno se nos clavó dentro.