La casa de mi madre agonizante seguía siendo mi casa. Y también me daba paz.
Antes del cáncer iba a veces cuando ella no estaba. Paseaba por sus cosas, las rozaba con los dedos, sonreía, cotilleaba un poco. Respiraba mi infancia, mi felicidad, mi padre, la pareja que fueron y que, de alguna manera, aún eran. Y mi madre me olía después, me adivinaba y sabía exactamente lo que había tocado. Y no decía nada.
Aquellas últimas noches, cuando ya salió del hospital como ella había exigido, me quedaba dormida a su lado, acostada en mi infancia, queriendo aprehender a mi amatxo, y soñar sus sueños.
Con el móvil siempre en silencio para evitar a los necios y a los ladrones de energía. Conocidos que creen ser amigos. Compañeros de trabajo. Pretendientes inútiles. Gentes sin respeto por el aburrimiento propio y el tiempo ajeno.
«Para ver cómo andas, y cómo está tu madre, Mica, y no te entretengo».
Y no, no me entretenían. Sólo querían que les escuchara. Yo no estaba para nadie que no me quisiera de verdad. Sigo sin estarlo. Lo siento.
Dormía y soñaba que escribía a mi madre mails y le contaba tonterías de esas llamadas que no cogía, de esos mensajes que no contestaba.
«Estas cosas te divierten y te irritan, mami, pero te gusta saberlas. Vivo en un país lleno de ruido, con una taladradora en la cabeza y otra en el móvil. A ti te ha pillado tarde, y me alegro, aunque habría necesitado aprender de ti, saber cómo lo habrías gestionado. Porque los malos, ama, y los pesados, y los indinos que diría papá, tienen ahora a su alcance millones de herramientas de tortura. El móvil, Twitter, Facebook y, sobre todo, el whatsapp.
»Cuando no es mi jefe el sudoroso, es un tipo que quiere que le escuchen.
»“Una mujer inteligente como tú…”, me dicen siempre.
»Y yo les escucho.
»Y cuando acaban ellos llegan los pretendientes, los que no aspiran a que yo les quiera sino a creer que quieren.
»Te lo cuento, mami, para que mañana cuando te despiertes, tú lo leas como si fuera el ¡Hola!, meneando la cabeza y sonriendo comprensiva ante la estupidez humana, la de tu hija y sus alrededores.
»Te vas a ir sin sufrir el whatsapp, cada dos segundos un mensaje, que te echo de menos, que no sabes lo que te pierdes, que espero que seas feliz sin mí, que… Miles y miles de mensajes, todos con el “yo” por delante, y tu hija, mi propio yo, sin poder tirar el móvil al agua porque sólo tengo el de la empresa y, con la crisis y la tontería, nos exigen que prioricemos el whatsapp como herramienta de comunicación…
»… y el beep del teléfono como una pesadilla. Porque, además, mami, les dices que no puedes y, como es gratis y se aburren, siguen, y siguen, y siguen, y por qué no contestas…
»Ahora me imagino que mañana lees esto y le ves el lado positivo y me dices: “Pero eso es que les gustas, Mica”, y que yo me impaciento y te digo: “No, mamá, eso es que no les gusta lo que tienen”, y que tú te culpas de mi cinismo y luego te das cuenta de que es mi pose autodefensiva de siempre, y sonríes porque nada ha cambiado.
»Sé, mami, que vamos a seguir teniendo estas conversaciones cuando no estés. Yo contándote tonterías, tú sonriendo. Sin mencionar nada importante porque lo importante lo sabemos. Vendré a tu casa y dormiré en tu cama. Me maquillaré con tus sombras de ojos que no me quedan bien porque tú eres guapa y rubia y yo soy sólo obstinada.
»“Mamá”, te diré bajito, “qué mayor soy para quererte tanto… Mamá, qué mail tan tonto te he escrito”, y entonces miraré el móvil y tendré otros veinte mensajes, o ya, por fin, ninguno, y te seguiré queriendo, y te seguiré teniendo».