—Mica, por favor, no te inmoles. Elige tú el momento, que no te lo marquen ellos —me suplicaba Manu.
Pero ya no me quedaban momentos.
Mi madre había pasado de un cáncer a otro como quien cambia de curso escolar: con estrés y ganas de caer bien a los compañeros. Y, además, con una entereza y una serenidad que ella siempre tuvo y jamás quiso exhibir.
Porque mi madre, que se ganó la vida como periodista, nunca quiso hablar de sí misma, y, de repente, con el cáncer, se le escapaba su maravillosa forma de contarse.
—¿Sabes en qué pienso todo el rato, Mica?
—(…)
—En tu padre y en Alfonso X.
—¿Juntos? ¿Por?
—Porque tu padre era culto, y sabía citar, y siempre repetía esa frase que para algunos es misógina y para mí es vital.
—¿Qué frase?
Me ericé, como siempre que mi madre me contaba cosas de mi padre, y mi madre perdió la mirada en la ventana y se puso a recitar:
«La confusión del hombre, la bestia que nunca se harta, guerra que nunca queda, peligro que no guarda medida…».
—A estas alturas no voy a decirte en qué circunstancias me lo recitaba papá, pero te lo imaginas solita, Mica.
—Sí, sí. Me gusta.
Y sonreí, y mi madre sonrió también. A mí, a sí misma, a mi padre, a lo que fueron.
—A mí que me ves tan rubia y tan modosa me encantaba y me sigue encantando ser una bestia. Porque las mujeres no nos rendimos, Mica.
—(…)
—Y tampoco se rinde el cáncer, es bueno que lo sepas.
A mi madre casi no le quedaban órganos por extirpar. Las tripas, el cerebro, el alma. Estaba flaquita y guapa, como si fuera su avatar.
«Me voy a morir pronto, Mica. Y no sé qué decirte. Me gustaría ser una de esas madres sabias, escribirte una carta llena de amor, belleza y vida. Me gustaría abrirte los labios e inflarte con todo lo que te quiero, llenarte de cosas buenas para cuando yo no esté. Me gustaría, Mica, que pudieras alimentarte de mí, respirarme cuando te falte el aire. Sonreírme cuando te falten las sonrisas. Me gustaría, Mica, darte todo lo que soy, lo que he sido. Mi amor, el amor de tu padre, el amor que nos tuvimos. Me gustaría hacerlo sin presiones. Sabes que nunca he querido que vivieras mi vida, pero sí que quiero que vivas la tuya. Quiero, Mica, que te mires al espejo y te veas, que a veces no te ves. Porque eres lista, capaz y, sobre todo, buena. Y si no te ves, mira alrededor y mírate en tus hermanos y en tus amigos. Míralos y mírate en ellos. Mírate en Clara. Eso eres, Mica».
Yo estaba llorando, claro. Pero mi madre fingió no verme y siguió mirando el cielo.
«Todo eso te quería escribir como una madre sabia, ya te lo he dicho. Y no puedo, no sostengo la pluma. Soy la madre que soy, y tú la hija que has querido ser. Así, medio distante, medio borde, medio complicada. Pero yo te conozco. Te sé entera. No importa, Mica; no importan los misóginos ni los bestias. Importa que seas, que sigas siendo, que sigas queriendo, que sigas andando. Y cuando yo no esté me recuerdas, ¿eh?».
Y lloré más. Más y mejor. Más y más llena.
«Que necesito saber que he sido y que me habéis querido, y seguir estando en vosotros. A ti te lo puedo decir, porque Pablo y Jon no me dejan. A ellos se lo vas a tener que escribir tú. Que son mis niños y van de machotes, y no te dejarán contárselo en persona, pero lo valorarán si se lo escribes y lo pueden leer a solas…».
Y entonces cerré los ojos y me sentí feliz. Absurdamente feliz. Porque estaba oyendo la voz de mi madre, que siempre me ha dado paz, y me veía en el bosque al que nos llevaba mi padre los sábados, con las bicis, un balón de reglamento y toda nuestra energía, que era mucha. Estaba hasta respirando el olor, el verde.
—Mica…
—(…)
—Que se me ha acabado el discurso trascendental, ¿me traes un vaso de agua?
Y mi madre me sonrió otra vez con toda su sorna dulce, y me entendió, y yo la entendí, y el dolor no me lo va a quitar nadie, pero a ella tampoco la voy a perder nunca.
Recuerdo que tenía el móvil en silencio y, por una conjunción mágica, aquella tarde sólo entraron tres emoticonos: Manu, Miguel y Clara. Una sonrisa, un beso, un mordisco. Tres formas de querer y de saber estar con nosotras.