Puedo imaginar la reacción de mis hermanos.
«Que sí, que sí, que siempre has esquivado las faltas de ortografía, pero es más mérito de la profesora de lengua del colegio que tuyo. No lo veo», ése es Pablo.
Y Jon, más pragmático, que vale, pero que si es en plan vomitona, una lista de traumas y agravios, haga el favor de no mencionarlos.
¿Y Miguel? Miguel entra por la puerta, con más ginebra y chocolate en bombones y en canutos ya liados. Diego y Manu lo abrazan y lo llevan al salón. En dos minutos le han informado. Miguel me da un beso y me acaricia el pelo.
—Si no funciona, Mica, ponemos un bar.
—Y lo llamamos La Piel.
—La Piel de Mica.
—¿Dónde?
—En Girona.
—En Menorca.
—¡En Madrid, joder! —grita Manu.
—Vale, vale, ya lo negociamos.
Y, de repente, me callo y les veo. Miguel, Manu, Diego. Sus voces graves, sus corazones grandes, sus risas fuertes.
Estoy viva, estoy con ellos, estoy bien.
—Y, además, tú pareces francesa.
—Así, morena, delgada, con el pelo corto.
—Claro que sí. Es que, Mica, deberías ser francesa.