Son casi las doce de la noche cuando entra Diego. Agotado, con una botella de Martin Miller’s y esa sonrisa optimista, constructiva y buena que yo tanto quiero. Viene de Los Ángeles, ha estado una semana seleccionando películas y series mientras yo recogía cenizas. Diego me sonríe y me levanta en brazos. Lloro otra vez. Creo que ya voy a llorar siempre, todo el rato, que lo único que voy a hacer con el resto de mi vida es llorar. Sola o en compañía de otros. Pero entonces Manu le pellizca el culo a Diego, y le abrimos hueco.

Estamos en la cocina de Miguel, que ha querido dejarnos solos, pero llegará pronto, y Diego y Manu se miran, se guiñan un ojo y ya sé que me viene una sorpresa y que no puede ser mala. Lo cual no significa que sea necesariamente buena.

—Mica —empieza Diego, serio, siempre más reflexivo que Manu—, no te vas a creer lo que ha comprado mi empresa.

—No me lo voy a creer, no —le digo yo dándole el pie en los momentos adecuados, muy bien amaestrada y siempre apoyando a mis amigos.

—Ponle interés, borrica —me empuja Manu.

—Le pongo interés, venga.

—Hemos comprado una editorial.

—¿Por qué? —pregunto realmente sorprendida.

Diego dirige, para toda Europa, la mayor productora de contenidos audiovisuales, hacen pelis y series, hacen informativos, hacen dibujos animados. No hacen libros. Su negocio sufre, pero no es prescindible. La lectura y las palabras en cambio, se están perdiendo, menos cultura y menos democracia.

—¡No seas brasas! Otra vez con la política… Basta, Mica —grita Manu exasperado.

Diego me lo explica como si fuera un cuento. Érase una vez un señor que decidió cubrir el hueco de las librerías físicas y montar la mayor empresa de distribución de libros del mundo; luego, cuando ese mismo señor vio que la lectura iba a digitalizarse como cualquier consumo de contenidos, decidió también inventar un aparato de lectura y llenarlo de todos los libros, todos, al mejor precio. Así, poco a poco, ese señor fue perfeccionando su aparatito, sus libros, sus contenidos. «Y ya no son libros, Mica. Ya lo sabes. Tú tienes un Kindle y un iPad, y te lo lees todo, y te lo ves todo. Ese señor ahora hace series. Conmigo».

Manu se impacienta y me cuenta la otra parte de la historia. No sé bien cómo lo han preparado en las últimas horas, mientras Diego veía pelis y volaba, y Manu me acompañaba en casa de Miguel. Por telepatía, supongo.

—También se abren otros huecos, Mica. Ahí fuera hay muchos autores, demasiados, pero también muchos lectores que están deseando que les cuenten otras cosas y que se las cuenten de otra manera.

Y se ponen a citarme casos de autores que se autopublican y que se han hecho millonarios.

—Ya lo dudo —digo mordisqueando una nuez porque creo que es lo que me toca.

Pero al final me canso de oponer resistencia porque están documentados.

—Escribes como te da la gana, Mica.

—¿Y tú qué sabes?

—Me lo enseñó tu madre en el hospital. Un par de cuadernos.

—¿Cómo y por qué?

—Porque teníamos un plan.

—Vamos mal…

Pero Manu insiste:

—Es como esas pelis francesas, de relaciones personales, de amor y desamor. Tú eres mejor cuando sufres y te cuentas desgarrada.

Ahora resulta que mi mejor amigo es un sádico.

Diego le sirve el primer gintonic de Miller’s y yo empiezo a entender que me están proponiendo escribir una novela autobiográfica. Dicen que hay mucha distancia entre mi CV y yo, entre mis logros y mis fracasos, entre lo que soy y lo que parezco.

No acabo de entenderlos.

—Manu, tío, que me acabo de quedar en paro, y de la literatura no se come.

—Si se te nota la amargura y el dolor al escribir, millones de personas empatizarán contigo.

—Millones, seguro…

—Que sí, Mica, que todos hemos sufrido.

—Y, además, que yo no estoy amargada, idiota, que me ha estado amargando mi jefe que era bobo, y me amargan los emperadores desnudos y sus súbditos cobardes… Y el estado del bienestar que nos creímos y pagamos y ahora nos han quitado…

—Mica, yo hablo de tu vida en general y no de tu carrera en particular.

—Y yo no quiero hablar de nada. ¿Quieres que escriba sobre la muerte de mi madre? No me da la gana. Estoy triste y en paro, nada más. Eso no significa que pueda escribir una novela.

Y entonces nos interrumpe Diego, recostado sobre la silla:

—Ya, Mica, pero tú no te resignas nunca. Eres insumisa por naturaleza. Siempre te dejas la piel y te parten la cara y el alma. Y luego vas y te levantas. Si contaras eso… Si contaras que estás viva y que no vas a morirte quieta…

—Si contara eso, no estaría contando nada distinto a lo que podría contar cualquiera.

—¡Exacto! —gritan los dos.

—… Y no tendría valor.

—Sí que lo tendría, Mica, sí. Ahí te equivocas. La realidad es lo que funciona en la ficción.

—Me estáis mareando.

—Que sí, una novela con piel.

Manu ha buscado en su iPad a Beigbeder: 13,99 euros, la novela que le garantizó el despido y le hizo rico porque contaba la verdad y la contaba bien.

—Un poco tarde, Manu, a mí ya me han despedido, esto ya lo hablamos.

—Tómatelo como un despido preventivo.

—¿Y podría hablar de política?

—Mica, todo lo que tú haces es política, porque eres una activista y nunca tienes miedo.

—Claro que tengo.

—Joder, qué pesada, ni siquiera se te puede halagar con la verdad. Lo matizo: tienes miedo, pero nunca te achantas. Escribe sin miedo.

—«Escribir lo que debería me da miedo, y escribir otra cosa me da vergüenza».

—¿Qué dices?

—Es una frase del último libro que le regalé a mi madre.

—Pues se trata exactamente de eso. Hazlo. Es perfecto.