Si era la última vez y no le podría contar, por ejemplo, los problemas de Clara con su himen.
«Repliegue membranoso que reduce el orificio externo de la vagina mientras conserva su integridad».
«¡Tanto rollo por una membrana!», protestó levantando la cabeza de su móvil con app de diccionario.
A mí la idea de la virginidad siempre me ha parecido escurridiza. ¿De verdad es tan distinto que te rompan el himen que todo lo que no computa? ¿Cuántas veces te puedes morrear, frotar, restregar con un tío (o una tía, que ésa es otra) hasta que se puede decir que has «perdido» la virginidad?
Pues todas las del mundo.
Sin penetración no hay sexo, que ya nos lo enseñó Bill Clinton. O quizá lo que no hay es pecado. Porque, técnicamente, sin penetración lo que se evita es el riesgo de embarazo, y debe de ser eso, que el pecado es sólo concebir; que pecar es un verbo que depende del resultado, y no de la acción ni la intención.
O sea: haz lo que te salga de las narices, pero que no se note. Con esta interpretación (la mía y la de una sociedad hipócrita), el pecado acabó el día en que se inventaron los preservativos.
A Clara todo esto no le interesaba.
—Explícame qué y cómo es el sexo, anda…
—Está mitificado, Clara. No es un misterio, no es nada.
—(…)
—El sexo es piel.
—Ya, ya, Mica, pero… ¿yo qué tengo que hacer?
Clara tenía quince años y parecía más joven de lo que yo he sido nunca, lo cual sólo significa que ya soy una vieja cascarrabias y estoy llena de prejuicios.
—Lo que quieras siempre que sepas lo que haces.
—¿Y qué hago?
—Sólo lo que te apetezca, sólo con quien te apetezca, siempre con protección.
Clara quería saber hasta dónde podía llegar sin sufrimiento, sin quedar como una cortada y una niñata con el chaval que le gusta, sin provocar que la llamaran zorra los amigos celosos del chaval, sin escandalizar a su pandilla de amigas que parecen su club de fans.
Lo que ella quería era una frontera por la que contonearse, ligera y coqueta como una equilibrista.
Lo que ella quería no existe.
El sexo no es una frontera, es un camino.
A veces una mierda de piedra y roca que no lleva a ninguna parte.
A veces un paseo por las nubes.
Y, casi siempre, ni una cosa ni la otra; algo divertido, generoso, rico que, en realidad, tampoco tiene tanta importancia.
—Ya, ¿pero tú te acuerdas de la primera vez?
—Se llamaba Juan. Teníamos seis años y yo me dejaba pillar jugando a polis y cacos porque quería que él me persiguiera, que me atrapara y que me encerrara para siempre.
—¡Mi-ca!
A mi adolescente favorita nunca le ha gustado que le conteste la verdad. Prefiere mentiras adecuadas a su mundo de etiquetas y chats simplificados. Tampoco le vale lo enigmático.
—Déjate llevar —le dije sincera.
—¡Que no! Que no quiero dejarme llevar. Quiero saber hasta dónde llegar y cómo y cuándo parar.
Y como no encontré las palabras con que aleccionar a Clara para que hiciera exactamente lo que quisiera hacer, como tampoco podía hacerlo por ella ni con ella, me volqué en la práctica: zanahoria, preservativo, deslizamiento…
Para lo que sirva.
Tan modernos, tan tecnológicos, tan conectados. Y seguimos sin pistas.
—¿Te consuela si te digo que él tampoco sabe lo que hace?
—No, me asusta aún más.
—Vale, pero tienes que recordar que no sabe lo que hace.
Yo tampoco lo sabía. Ni la primera vez ni la última. Pero no soy un gran ejemplo.