—Tiene gracia, Mica, pero te recuerdo chata y mofletuda, con una preciosa cara redondita, y ahora te miro y veo la nariz aguileña de mi padre y los pómulos de una mujer demasiado delgada.
Ésa era mi madre, queriéndome y regañándome a la vez desde la cama del hospital en que se recuperaba, como podía, como podíamos, de una operación de mierda.
Me gustaba más ser hija cuando mi madre no me necesitaba. Creía que podría ser siempre la hija. Que siempre tendría a alguien pendiente de mí. Pero en el hospital nos diagnosticaron roles diferentes: mi madre era la enferma, yo la que debía cuidarla.
Y lo peor es que no encontraba palabras de consuelo.
A la edad que tenía mi madre hay que ser muy fuerte y saber vivir mucho y bien el presente porque el futuro ya no existe. ¿Qué le podía decir yo? ¿«Mami, vas a superar este cáncer y ya no se va a reproducir»? Mi madre tenía muchos años, y llevaba ya varios tumores: si no era aquél sería otro.
No sé si los miedos son parte de un CV. Supongo que sí. Yo estaba aterrada.
Me aterraba su pérdida. Y odiaba, sigo odiando, esta edad de mierda, esta edad en la que estamos Manu, Diego, Ana y yo, y hasta Miguel. Esta edad en la que iba a morir mi madre, y morirían los padres de mis amigos, y nos besaríamos en tanatorios y funerales, y lo mejor de nuestras vidas se quedaría siempre detrás, cuando estábamos todos, cuando no faltábamos ninguno.
Si ha pasado tantísimos millones de veces, la humanidad debería haber inventado ya una cura, una píldora o algo que nos ayude a llevar bien la enfermedad y la vejez de los padres. Y después, sobre todo, su ausencia.
En el hospital, yo intentaba borrar el cáncer de mi cabeza y mi madre volvía a él para hablarme de cuidados paliativos, testamentos vitales y desenchufes, para enfrentarme a la realidad y a la evidencia. Porque a ella no le daba miedo morir, sino perder facultades, y depender de mí y de mis hermanos, y ser una carga, y hacernos daño.
Aquella angustia de perderla se había hecho, a la vez, constante y urgente, como una garrapata que me tenía encogida el alma, y que apretaba hasta ahogarme. Cada vez que estaba en una reunión y no le podía coger el teléfono, cada vez que le contestaba con impaciencia, cada vez que salía de su casa, o del maldito hospital, pensaba: «¿Y si es la última vez que la toco o que hablo con ella?».