Con el tipo poderoso había, también, un problema generacional. No es fácil entenderse con un hombre cuya primera virgen fue una conquista: es un cruzado. Cree que tiene que darte algo a cambio de tu honor y entonces se empeña en prometerte un amor que no siente ni ha sentido en su vida.
—Oye, que a mí me basta un orgasmo.
Pero para eso tuvo que pasar tiempo. Tiempo de desearlo, de que me fallara, de confiar en él, de que me humillara. Tiempo de hospitales y de miserias. Tiempo interno para asumir que no era eso lo que yo quería.
Le abrí paso hasta mi cama mientras me hacía promesas que yo necesitaba oír (cuidarme, quererme, conseguirme otro trabajo). Y no me dio nada, porque estaba podrido por dentro.
Y, entonces sí, entonces un día fue sólo sexo.
—Que no, Mica, que eso no es sólo un polvo, que yo te quiero y conmigo no te va a faltar de nada…
—No, tú quieres que yo te quiera, que no es lo mismo.
—¡Mica, te lo juro!
Reconozco, no obstante, que el sexo con ese redentor mentiroso siempre fue bestial. Tenía una polla grande y dura, y no me gustaba por dentro, pero me ponía muy bruta por fuera.
La última vez fue en mi casa.
«No te voy a tocar. Sólo quiero saber cómo estás, y ayudarte».
Le conté las últimas cagadas de mi empresa, un lujo de información para un traficante del poder como él, y me recosté en el sofá, resacosa, que la noche anterior había salido con Diego hasta las mil. Yo le iba poniendo al día y él, muy empático, me iba metiendo los dedos.
—Para que te relajes…
—O para ver si echamos un polvo.
—Yo contigo sólo hago el amor.
—Ya.
Y entonces me acordé del budismo y de su lado práctico: «vive el presente» se puede traducir como un tremendo «so what…?».
O, en traducción libre, a quién le sobra un polvo.
Y me dejé. Me dejé y por primera vez en mi vida, tan mayor, me regalé sexo egoísta: ya no me apetecía chupársela, como hice tantas veces; ni besarle, ni que me tocara las tetas.
Sólo quería usarlo. Correrme. Tener un orgasmo. Y que luego se fuera. Dormir. Olvidarlo. Responsabilizarme. Crecer de una vez.
Me metió tres dedos por sorpresa. Y yo estaba húmeda, tirada, perezosa. La humedad le supo a invitación y se bajó los calzoncillos y me metió la polla. Allí mismo, en el salón, al lado de la cerveza que apenas había probado. No le dejé entrar en mi cuarto, ni rozar mi cama. Le tuve así, de rodillas, castigado delante del sofá. Para que fuera más rápido, más impersonal. Sin desvestirme, sin dejarle desvestirse.
Y cuando ya estuvo dentro, le dejé que me la clavara con fuerza mientras yo me tocaba también, sin mirarle, sin pensar en él. Me corrí pronto y fuerte, porque siempre hacía que me corriera, y entonces lo aparté de un empujón y lo dejé a medias.
Sin piedad.
Me levanté, me fui al baño, volví y lo encontré diez años más viejo, casi hundido.
Desnudo, ridículo delante del sofá.
—¿Qué pasa? ¿Qué ha pasado?
—Nada.
Por una vez gané yo: es una sensación de poder muy adictiva y muy cruel la de romper a alguien por un detalle tonto, así, con la polla colgando, sin excusas ni compasión.
Observé, curiosa, desapasionada y ajena, todo su desconcierto: la forma en que intentaba besarme y ser besado, en que buscaba una explicación que yo ni podía ni quería darle.
Él se quedó roto y yo recompuesta, entera, lista para que siguieran haciéndome daño en el trabajo y en el hospital, muy salvaje, muy punkie.
Ya no tengo edad de ir rompiendo corazones, y tampoco me gustó, que no soy una hija de puta. Pero, de alguna manera, fue como ir al osteópata: te retuerce a traición y, cuando te crujen los huesos, sabes que por fin estás colocada. Yo le retorcí la autoestima al redentor, no por venganza, sino para volver a mi ser.
Para poder dejarlo.