No me muevo bien en el término medio.
Así que, aprovechando que todo coincidía —el periodismo se revelaba como una superchería con pretensiones, mi jefe sudaba y me ninguneaba, y yo iba dejando de ser una chica mona y lista para convertirme en una mujer conflictiva—, decidí refugiarme en el lado equivocado. No en Miguel, no. Para qué, si Miguel me daba paz. Me refugié en el sexo.
Manu y Diego siempre han creído en mí y en un mito que se han inventado: que elijo con quien me acuesto y a quien quiero. Pero no. Mientras a mi jefe le entraban los sudores, yo sudaba con un hombre muy poderoso y muy casado, sin querer, sólo porque él quiso.
Me sentía tan anulada que, en plan adolescente (en plan imbécil, más bien), soñaba con que yo le quería, y con que él me rescataba. Un error monumental confundir el deseo con la salvación. Y, encima, éste era un tipo listo, seductor y elocuente; un tipo sin principios y sin alma.
Sólo se lo conté a Ana. Hay cosas que se dicen mejor por e-mail y ella, en otro continente, no me iba a juzgar. Ana y yo lo llamábamos el «rufián», porque es un calificativo tan rancio como él y su discurso: «Yo te voy a cuidar. Conmigo no te va a pasar nada», un clásico.
Promesas vanas que, en su descargo, enseguida matizó con una sinceridad aplastante: «tienes ojos de follar mucho y bien», «me das vida», «mi mujer no me la ha chupado nunca y tú lo haces como si lo hubieras hecho desde siempre».
Y con la autoestima por el suelo, yo que siempre he presumido de independencia, que siempre he querido ser libre antes que cualquier otra cosa, tenía ñoñas fantasías de dominación. Quería, por ejemplo, que me comprara ropa, que me vistiera, que me abriera la puerta del coche.
Y que me pagara el piso, la verdad.
Quería que me salvara de la quema. Y quería que fuera él porque él podía, y quería que fuera amor aunque sabía que era mentira.
No me atrevía a contárselo a Miguel, no me atrevía a confesar a mis hermanos y a mis amigos que estaba perdida y no me atrevía a responsabilizarme de mi hambre, como pide, con razón, José Luis Sampedro y exige el mundo en que vivimos.