Mala señal.

Él encontró trabajo enseguida. Un trabajo del que esperaba menos y en el que le dejaban hacer más. Yo me quedé en el Titanic como un brillante error de casting, un elemento eficaz y extraño, y fui pasando de mano en mano, de jefe en jefe, y a todos los agoté y todos me agotaron.

Hasta Ricardo.

«El talento no es dócil; no puede serlo», me dijo una vez el mejor creativo publicitario que conozco. Es cierto, y también lo es que el talento no necesita mandar, sino ser respetado: que te escuchen aunque no compartan tus ideas; que hagan lo que les parezca, pero habiendo entendido bien tus argumentos.

Lo que viene a ser que te paguen por pensar.

Pero no.

—Haz el favor de no pensar, guapa —me gritaba Ricardo, mi último jefe, ya desesperado.

—No puedo.

—¡Pues lárgate de mi despacho, joder! ¡Vete a pensar a otro sitio!

—(…)

—Sal, Micaela, en serio. Vete de aquí, que me cansas y ya sabes que a mí todo me da pereza.

Ricardo no era malo, que para eso hay que esforzarse, sino indolente.

Aquella empresa tan importante, la que pudo haber sido y no es, se desmorona por pura negligencia, porque sus directivos creen que la mejor manera de no equivocarse es no hacer nada y, luego, gritar que nadie les da ideas, que tienen mal equipo, que la culpa fue del cha-cha-cha.

La frase favorita de Ricardo, por ejemplo, era una compleja oración reflexiva.

«Me la suda, Micaela. Y me la suda que a ti no te la sude».

Literal.

La repetía siempre, aumentando la frecuencia y la intensidad del sudor a medida que las cosas se complicaban.

—¡Avísame cuando algo te importe, joder! —le grité yo una vez, cabreada e impotente, traduciendo su «me la suda» por un verbo más digno. Nunca me avisó, claro.

Lo que hizo fue ocultarme, no fuera a ser que alguien me preguntara en qué andaba pensando y tuviéramos que presentarlo, defenderlo y hasta hacerlo.

Me tuvo más de un año sin dejarme asistir a ninguna reunión, y como no es mal tipo, luego venía de buen rollo, casi empático: «¿Cómo andas? ¿Impaciente? ¿Jodida? ¿Con ganas de hacer cosas? Eso es porque tú todavía eres joven y no has cumplido los cincuenta. Ya verás, Micaela. Que todo es mucho más básico: a mí si me despiden, me ponen en casa, que llevo aquí muchos años. Así que no me pongas caritas que te lo repito despacio: me-la-su-da. A cambio, cuando quieras te invito a una copa. ¿Que no…? Pues tú te lo pierdes, guapa…».