Manu me regañaba entonces por mi visión catastrofista. Él es un optimista moderado y cree que los emperadores tienen algunas virtudes.
Puede ser. Yo no se las conozco.
De hecho, la plataforma audiovisual en la que yo trabajaba y el grupo de comunicación que la respaldaba estaban disfrutando su propio apocalipsis.
—Es el mercado, son los directivos.
—Mica, no te pases.
—No me paso, Manu. Pero si mandan con poder absoluto, debería ser para hacer; pero lo que impulsan es la inacción, la estulticia, la irresponsabilidad y la pereza.
Cuando en una empresa de contenidos e información, creativa y vital por definición, lo que notas es cada vez menos talento, valor, estrategia, ganas; cada vez más miedo, sometimiento, resignación, corbatas y poltronas… No sé. No puedo acabar la frase, pero el final no es feliz: es doloroso.
Un día me llamó mi jefe para soltarme un discurso e imponerme una petición:
—Micaela, eres muy buena en tu trabajo, pero debes renunciar voluntariamente a parte de tu sueldo para demostrar tu compromiso. Y, por favor, no olvides que eres imprescindible.
Bastante más largo pero así de absurdo y de contradictorio. Lo grabé en el iPhone por si acaso. Para Manu y Diego, para mi abogado, para mi testamento.
Y cuando terminó, deseando llegar al hospital, muy cansada de tanta tontería, le resumí las opciones:
1. Si soy imprescindible, respetadme y motivadme.
2. Si no hago bien mi trabajo, despedidme.
La tercera no la escribí, pero sí se la enuncié:
—Si lo que quieres es que renuncie voluntariamente a parte de mi sueldo para pagar, entre otras cosas, el tuyo que tan poco aporta, jura que vas a dejarme trabajar. Si no, te puedes ir yendo a la mierda.
Se quedó esperando que mi voz se quebrara del todo, que llorara como una mujer lo que él no había sabido argumentar como un hombre, pero al ver que no, me dijo que me tranquilizara y que disfrutara el fin de semana.