Lo bueno de las startups es que se pusieron de moda, así, en general, sin que hiciera falta demostrar sus resultados. Por eso me llamaron de la gran plataforma: acostumbrados a ser grandes, sabían que su movimiento era ya pura inercia, y que necesitaban absorber la energía de los pequeños, su agilidad, su inocencia, su creatividad, sus ganas, sus maneras…

La cadena cuyo nombre se pronuncia siempre con miedo o con rencor, y nunca con indiferencia, quería volver a nacer. Desde dentro. Con los mismos generales y algunos soldados nuevos. Como yo. No tan nueva, no tan joven, pero sí muy resultona: periodista, gestora, habiendo pasado por internet. Hasta lo de mujer les venía bien.

«Ven, pasa al lado oscuro que es el único y verdadero. Ven y ayúdanos a ser lo que ya somos. Ven…».

Es lo que tienen los cantos de sirena.

Las promesas.

Los principios.

Las declaraciones de intenciones.

Y los propósitos de enmienda.

Que los escuchas porque quieres.

Aunque oigas lo que no dicen.

Aunque callen lo que no oyes.

Me contrataron para inventarles un futuro, y luego me encerraron en su pasado.

Porque esa gran plataforma era, en el fondo y en las formas, idéntica a aquella redacción que Lucho manejaba entre la cobardía y la soberbia.

Ya da igual.

Yo quería retomar algo parecido a una carrera profesional y coincidí con un alto ejecutivo que, armado de criterio y buena intención, decidió hacer el esfuerzo inútil de contratar a alguien externo.

—Queremos que nos traigas aire fresco. Nos encanta que vengas de mundos más pequeños, más interneteros, más alternativos, y que compartas la vocación por el periodismo y el rigor, y nuestra línea editorial. Y encima eres de las pocas periodistas que conozco que creen que es compatible cambiar la sociedad haciendo dinero.

—Es que el dinero es lo que te da libertad.

—¡Exacto! —exclamó el tipo entusiasmado como si jamás alguien lo hubiera expresado tan claro.

Tardaron sólo unos meses en despedirlo.

Lo echaron por ser alto, guapo, educado, trabajador y serio; por tener argumentos.