Desde los once años (los catorce con suerte), desde que empezamos con la regla, las tías somos conscientes de nuestra diferencia: del potencial y del riesgo. Sabemos que la elección es nuestra y nos pasamos años, muchísimos, demasiados, entre los tampones y los anticonceptivos, buscando el reloj biológico, la llamada de la maternidad, o el polvo más caro de nuestra vida.
Y a veces no encontramos nada.
Para ser mujer no hace falta ser madre y, desde luego, para ser madre no hace falta dejar de ser mujer.
Además, a mí me saca de quicio la maternidad redentora, la verdad.
Todas esas mujeres profesionales a las que sólo se les pregunta cómo cuidan a sus hijos, cómo lo compatibilizan. «Women can’t have it all».
Todas esas políticas, tenistas, modelos a las que fotografían recién paridas y llorosas. «Ser madre es maravilloso, y es lo mejor que me ha pasado en la vida».
«Ser» madre. ¿Se «es» madre? Las mujeres paren, y luego ya se ve si son madres o no. No sé. Cualquier teorización sobre este tema me pone los pelos de punta. Y, además, yo no estoy autorizada: como no soy madre, no puedo hablar de la maternidad.
Da igual. Digamos que no he tenido hijos porque a veces no me aguanto.
Y Manu, cuando lo hablamos, que lo hemos hecho mil veces, discrepa; dice que yo sé querer y que eso basta. Aceptando que sé querer, eso no basta. Yo a veces necesito estar sola. Muchas veces, muy sola.
Un hijo necesita poder estar, siempre, en cualquier momento, acompañado.