Así, con las defensas bajas, me enfrenté a la guerra psicológica. Sólo Diego, mi madre y mis hermanos me perdonaron la batalla de la maternidad, que parece ser la gran cuestión, el «ser o no ser» contemporáneo.
Para las tías, claro.
Hay un momento, a partir de los treinta, en que todo el mundo empieza a verte como un recipiente vacío, o un bombo potencial, o una mujer que todavía no es madre. Que todavía no es. Punto.
Todo el mundo menos tú. Y cualquier excusa es buena. Si no te gusta tu trabajo, porque aprovechas el parón; si te gusta, porque te guardarán el puesto; si estás en paro, porque no te interrumpe…
Y cada uno lo enfoca a su manera. «Ser» madre, como si antes no fueras nada; «tener» un hijo, como si las personas se poseyeran; «consolidar» una relación, ya sin ninguna posibilidad de solidez…
Reconozco, eso sí, que la visión de Ana era distinta. Anita aún no tenía a Otto, pero ya sabía que quería multiplicarse. «Multiplicar amor. Paz y amor, Mica. No siento una llamada ni nada, siento que quiero querer a alguien incondicionalmente y darle lo mejor que tengo».
—Me parece bien.
—¿Qué significa eso?
—Que lo entiendo. ¿Tiene que significar algo más?
—No, no, pero ¿seguro que lo entiendes? Porque no creas que yo tengo las cosas tan claras. A veces yo tampoco quiero tener hijos, Mica. ¿Es razonable lo que digo?
—Sí.
—¿Lo compartes?
—No. No lo sé. Yo no digo que no quiera tener hijos, pero tampoco soy consciente de querer.
Teníamos variaciones de esa conversación más por resolver las dudas de Ana que por aclarar las mías. Yo, en realidad, no me planteaba la pregunta; más bien la tenía aparcada, pensaba que algún día vendría alguien con la respuesta.
«Te quiero, me quieres, quiero que tengamos hijos juntos». O «Te quiero, me quieres, y estamos muy bien solos».