Eugenia no nos dejaba trabajar. Tenía quince años menos que Óscar, diez más que yo, pero la edad no tiene que ver con el miedo: a aquella mujer le aterraba no saber, y le aterraba también preguntar.
Cada vez que Óscar y yo pactábamos, diseñábamos y vendíamos un proyecto, llegaba Eugenia y decía «pero…».
—Pero ¿qué?
—Que…
—¿¡QUÉEE!?
—Que me da un poco de miedo… —susurraba con una voz de serpiente pavorosa—. No sé si lo habéis calculado bien —y ya pasaba al grito.
—¿Pero tú no querías ser una startup, coño? ¿Dónde se ha visto un emprendedor acojonado? —le replicaba Óscar exasperado.
A Eugenia le habían puesto una empresa y nunca supimos por qué. Tampoco ayudó, claro, que Cary y ella se separaran y que él vendiera sus acciones a inversores misteriosos que, no sé si blanqueando pasta o perdiendo el tiempo, nos pagaban diligentes nuestras nóminas por no hacer nada, por sobrevivir sin vender, por desesperarnos a su costa.
Óscar y yo nos fuimos casi a la vez. Un mes antes de que se fuera Eugenia. Nos la imaginamos siempre cerrando la puerta con sus zapatos de tacón, otra vez vestida de blanco, a juego con el mobiliario y con el vacío.
Óscar se fue a su casa de Segovia, a prejubilarse delante de la chimenea; yo a una sucesión de empresas pequeñitas que Manu no me deja poner en el CV. Hemos alargado el tiempo de permanencia en esa primera startup, y allí, en la nada, incluimos todo lo demás.
«Si hubieras tenido un hijo habrías perdido menos tiempo que en tantas vueltas, Mica». Óscar entonces y Manu ahora usan casi la misma frase. Porque Óscar también creía que me tenía que quedar embarazada de Miguel, y dejarme querer.