La mesa de Óscar.

Ése fue mi espacio sagrado en aquella vuelta a la mediocridad y la impotencia. Porque la productora que teníamos que encaminar hacia la grandeza no iba a poder crecer por mucho que estirásemos: la desconfianza de Eugenia hacia su marido, hacia su equipo y hacia el mundo era demasiado resistente.

Había sido directora comercial de una gran empresa de productos de belleza que se vendían solos. Era alta, guapa, elegante. Era también muy bruta: si no sabía algo, gritaba. Gritaba en ese tono histérico que tanto nos reprochan a todas las mujeres y que sólo usan las personas inseguras y malas sea cual sea su sexo: «¡Que la jefa soy yo!». Y alargaba el «yoooo».

Óscar y yo lo oíamos resonar por ese pequeño espacio que compartíamos, el espacio hueco donde intentábamos construir algo que a Eugenia luego le daría miedo aprobar.

Óscar era, es, una versión cincuentona de Lucas, una gran persona, y un gran amigo. El tío se compró una kettle sólo para mí, y me hacía mil infusiones distintas, siempre con su fingido aire de estar de vuelta de todo y su carácter irreductible.

A Óscar había que escucharlo con calma. Le sobraban neuronas y sentido del humor. Por eso a veces ordenaba su mesa mientras yo le soltaba el rollo habitual y algún discurso nuevo:

—¿Qué pasa, Mica? No me mires así, que yo también soy multitasking como vosotras. Puedo hablar contigo mientras recojo.

Y con esas palabras iba convirtiendo en bolas, uno por uno, todos los folios de las presentaciones que Eugenia nos había devuelto llenas de correcciones en rojo. Una tinta que chillaba como ella. «¿Y estooooo?». Óscar encestaba en su papelera los proyectos abortados y las correcciones abortantes. No fallaba ni una canasta, el tío.

Mientras tanto, además, me hablaba de literatura. Él es de los rusos. Entre Tolstoi y Dostoievski. Yo le intentaba convertir a la fe anglosajona. Desde Shakespeare, claro.

«Algún día, por sorpresa, cuando me vaya, o cuando vuelva a fumar porros, le diré a esa imbécil de la jaula de cristal lo que pienso de ella. Pero se lo diré como a Ricardo III».

«Fealdad inconcebible, tú no tienes otra excusa más válida que ahorcarte».

Y Óscar seguía encestando. Imperturbable, divertido, cariñoso.

Óscar estaba allí porque se acercaba a los sesenta y nunca le habían gustado las comidas de trabajo, yo porque era mujer y me lamía el desamor; los dos éramos mucho mejores que nuestra jefa y, a la vez, ambos teníamos lo que nos merecíamos.

—La gente entra en las empresas por los proyectos y se va por sus jefes —le decía yo a Óscar, muy chulita.

—No, Mica, no. Tú entras en las empresas por ingenua y te vas por tu carácter.

—Eso lo he leído, que te contratan por tu aptitud y te despiden por tu carácter.

—Pues eso.

—¿Me van a despedir?

—Todavía no.

—¿Y tú cómo aguantas ser más listo que tu jefa?

—Es evidente que no lo soy, Mica. Si no, no estaría aquí.