Cambio de novio, cambio de trabajo. Así ha ido siempre mi vida. Para qué hacer pequeñas mudanzas pudiendo provocar un terremoto.
Claro que en este caso tenía excusa. Mientras nuestras empresas volvían, definitivamente, a fusionarse, Andrés y yo nos desintegrábamos. Y entonces reapareció en mi vida Cary, el jefe al que más he querido y respetado, con el que mejor he trabajado.
Y Manu me decía que no, y Ana que menos. «Te aguantas, ves a Andrés cuando te toque, y esperas, que el tiempo es tuyo. Porque cuando se complete la fusión habrá un plan de bajas incentivadas y te podrás venir conmigo a Goa, a fingir que somos hippies y a tirarnos a todos los australianos guapos que anden buscándose a sí mismos antes de que estemos demasiado mayores y no nos encuentren. Va, Mica… Un añito y luego vuelves, fibrosa, bien tocada».
Manu tenía otro plan: «Mica, ahora no, por favor, que ahora te respetan y esto es el futuro». Y Diego no decía nada, porque a Diego siempre le parece que tengo razón y que lo que tenemos que hacer es irnos los dos a Formentera, a planificar cómo demonios cambiamos el mundo.
Los mensajes de Andrés se multiplicaban, y yo me dividía. Hasta que Cary, guapo y más canoso, o sea, más interesante, me preguntó si quería creer que hacía o quería hacer.
—¿Tú qué crees?
—Yo hago, y creo, pero de crear y no de creer.
—Oye, que eres y sigues siendo mi mejor jefe, pero no estoy lo bastante centrada para conjugar y diferenciar verbos tan similares.
—A ver, Mica, mi mujer va a montar una productora pequeñita: contenidos para móviles, webseries y todas esas cosas que se pagan poco pero que se tienen que hacer mucho. Tú conoces el otro lado, el de los distribuidores, los compradores, las cadenas y las grandes operadoras, y ella te necesita.
—Sigue, que suena bien.
—No hay mucho más.
—(…)
—Bueno, sí. Yo también te necesito. Hay pasta mía en esa empresa y me gusta saber que tú vas a estar allí metiendo un poco de sentido, creando y rentabilizando.
—¿Pero tu mujer no es buena?
—Sí… Claro…
Y en vez de detectar el tono desganado, me agarré a la literalidad y dejé mi coche de empresa, mis billetes de business, mi bono y al hombre con el que quise tener hijos. Dejé también mi baja incentivada y mi año sabático con Ana. Dejé, ya puestos a dejar, la estupefacción de Jacobo y de mi jefe directo.
—¿Ahora? ¿A una empresa sin nombre? ¿Por qué?
Por desamor.
Lo dejé todo y me instalé en un bajo del centro, un espacio que era moderno porque era blanco y por poco más.
«Somos una startup», anunció Eugenia el primer día, cuando abrimos con ella las puertas de una oficina decorada en Ikea, muy mona.
—Startup lo serás tú; lo que somos es una productora que tiene que hacer camino —le contestó el jefe de producción, perro viejo a quien también había convencido Cary.
Se llamaba Óscar y, aunque tenía mil vidas más que yo, reconocimos una complicidad instantánea en aquel espacio blanco con tres mesas y una mampara de cristal que nos separaría para siempre de Eugenia, nuestra directora general, mujer de un gran jefe para mí, mujer de un amigo para Óscar.
Eugenia era desconfiada y obsesiva. No lo digo yo. Lo dijo Óscar, y lo dijo después Cary. Cada vez que yo traspasaba su mampara, ponía boca abajo todos los papeles de su mesa. Y, la verdad, no es fácil ser adjunta de una tía que quiere no necesitarte.
Cary desapareció pronto.
«Sólo soy accionista, socio inversor, llámalo como quieras», me dijo la primera y última vez que le llamé para pedirle ayuda.
—Ni lo intentes, Mica. Hay parejas que la razón no entiende. A ella le han puesto una empresa y luego nos han puesto a nosotros. Y nosotros hemos aceptado.
—¡Pero si no nos deja trabajar!
—Mica, que llevas sólo dos semanas…
—Como si llevara toda la vida.
Renunciando a Andrés, o a mi fantasía con él y a mi improbable ficción familiar, acababa de cometer un total y absoluto suicidio profesional.