«Como si fueras mi madre, Mica», eso me ha dicho siempre Clara cuando quiere algo, o cuando no lo quiere, que es aún más peligroso.

Clara tiene una madre estupenda, y recurre a mí justo porque no lo soy. Porque soy una adulta que se equivoca tanto como ella y eso le da seguridad y confianza. A mí me lo puede contar todo porque no tengo autoridad moral ni le puedo dar lecciones, yo sólo me pongo en su lugar.

A Manu, empeñado como está en que Miguel y yo acabemos juntos en el asilo, también le gustaría pensar que Clara es para mí como una hija, pero no. Clara es como mis sobrinos, los hijos de mi hermano Jon; como Candela e Itxi, las hijas de Manu y Marta; quizá algo más, quizá mi persona favorita, una puñetera deliciosa e imprescindible.

Pero no es mi hija y no soy su madre. Y por eso, precisamente por eso, me llama para todo y para nada desde que alguien, demasiado pronto, le dio un móvil y yo me convertí en el sparring de las conversaciones imposibles.

Su adolescencia, además, se adelantó demasiado:

—Mica, ¿tú crees que estoy gorda?

—Para nada.

—Es que ya no soy la más delgada de mis amigas.

—Eso no quiere decir que estés gorda.

—Ya, Mica, pero quiero que mi cuerpo sea el del año pasado. Quiero ser yo la flaca. Ahora tengo patorras, tetorras, granorros.

—(…)

—Todo lo que tengo es tirando a gordo, tirando a «orro».

—Estás creciendo.

—Ya, eso dicen mis padres, por eso esperaba de ti una respuesta distinta.

—¿Esperabas de mí algo inteligente? Ya sabes que de eso no tengo.

—No, inteligente no. Esperaba algo mágico.

—Vale. Pues de eso sí tengo: tu cuerpo va a ser pronto el del año que viene.

—Hummm.

—En serio: el cuerpo de una Clara que ha crecido, ha estirado y se ha hecho más ella.

—Ya… Vale. Casi sirve, pero, mientras tanto, ¿qué hago?

—Pues crecer y reírte.

—Bueno, olvídate del tamaño y del grosor y vamos a la cara…

—Oye, Clara, con doce años, ¿dices mucho la palabra «grosor»?

—Claro. Tengo el diccionario en el móvil. Me gusta mirarlo.

—Mola.

—Céntrate, Mica, que babeas. No soy tan culta, es sólo que me gustan las palabras.

—Vale, vale, perdona, no quiero acomplejarte por ser pedante. ¿Qué pasa con tu cara?

—Que quiero saber si soy la más guapa de mis amigas.

—Pareces la madrastra de Blancanieves.

—No, la madrastra eres tú.

—Yo no soy tu madrastra.

—Sí, Mica, porque eres la mujer a la que quiere mi padre.

—¿Y tú qué sabes?

—Lo que veo y lo que me cuenta.

—Hostia…

—Mica, no hables así, que soy pequeña.

—Perdona, volvamos a tu cara.

—No, a la mía no. A la de mis amigas. ¿Quiénes te parecen guapas?

—Tú.

—¿Quién más?

—María.

—¿Y Carlota?

—Carlota ha sido siempre guapa de otra manera. Nunca ha sido una niña guapa, ni una adolescente mona. Ha sido siempre, desde pequeña, una mujer guapa.

—Igual eso explica por qué no les gusta a los niños. Y por qué no es una guarra como Laura.

—¿Guarra?

—Se tiró al tío que le gustaba a María.

—A ver, Clara, que tenéis doce años y tú usas el diccionario… ¿Se lo tiró de tirárselo o de enrollarse con él?

—¿Te escandalizas, Mica?

—No, sólo pregunto.

—Se lo tiró de tirárselo.

Y mientras me angustiaba que niñas de doce años a las que adoro anden follando —¿con o sin condón? ¡De ninguna manera! No es posible. Me vacilaba, exageraba… No follaba—, se me iba pasando la depresión. Porque, eso sí, los niños atan, pero, sobre todo, anclan: al suelo, a la realidad, al presente.

Al ya.