Miguel está insistiendo ahora, también, en que volvamos, como insistió cuando Andrés y Leire desaparecieron de nuestras vidas, tan lejanas y tan paralelas. Y a Manu le parece aún más conveniente, y más final feliz.

Cree que es algo así como una compensación del destino: que muere mi madre y me cuida Miguel, que me despiden y me acoge el dinero del padre de Miguel, que soy huérfana y tengo un hijo.

Miguel no ha vuelto a casa todavía, nos está dejando espacio. Diego tampoco llega, siempre impuntual, y Manu y yo nos enfrentamos solitos a mi CV, a las ocasiones perdidas y a las oportunidades pendientes.

—Sería cómodo. Yo le quiero, sin pasión pero con paz. Pero no; no puedo tener un hijo con alguien a quien no deseo.

—Igual es sólo que eres una pesada y una intensa, y que no te pone el hombre de tu vida, no vaya a ser que seas feliz.

—Manu… me encanta follar. Si no me pone, no me pone. Es como si fuera mi hermano.

—Qué putada.

—Lo sé.

—Sería tan bonito.

—Y tan cómodo.

—Pero, sobre todo, bonito, Mica, que tuvieras paz; que tú siempre estás en tensión, y jodida, que atraes el conflicto y la envidia.

—No me asustes.

—Es verdad: eres buena tía, aunque vayas de borde; pero eres un pararrayos. Y con lo que te quiere Miguel, podría protegerte hasta de ti misma.

Manu se pone romántico con Miguel y conmigo. Somos su causa perdida. Y cuando se da cuenta, se asusta y vuelve a su papel de amigo bestia:

—Si quieres, intento convencer a Miguel de que te lleve a Girona con un mulato de veinte que cumpla donde él no puede.

—Es que él sí puede. Pero seguro que le encanta la idea: el mulato con su hija, que tiene las hormonas disparadas, y él y yo de abuelitos tolerantes y marchosos.