Nunca llegué a conocer a los hijos de Andrés. Nunca llegué, obviamente, a tener un hijo con él. Y, en realidad, por mucho que lo piense, tampoco llegué a entender nunca que no quisiera lo que tenía, que lo quisiera todo antes de tenerlo o justo después de perderlo.

Porque al irse decidió inundar mi móvil de mensajes. «Eres toda mi vida. Perdóname», «Te quiero», «Eres lo único que tengo».

—¿Ves como sólo está él en los mensajes, Micaela?

—(…)

—Búscate, busca algo de empatía, mira a ver si se pone en tu lugar, si piensa en ti… ¿Tienes algún mensaje en el que te pregunte cómo estás o qué quieres?

Pues eso.

Por una vez que se mojó, tenía razón el psicoanalista. Sólo estaba él en su discurso.

El desamor de Andrés, el pinchazo de toda esa vida que yo veía con él, me había jibarizado y durante mucho tiempo necesité ayuda para hacer las cosas más obvias, e incluso para no hacerlas. «Tengo otro mensaje, Manu. ¿Me recuerdas, por favor, que es un hijo de puta para que no le crea y no le conteste?».

Y Manu, obediente, me decía: «Un hijo de puta, Mica. Bloquéalo, márcalo como spam, haz lo que quieras, pero no contestes».

Andrés volvió con su mujer y creo que ahora, por fin, sin mentiras, de otra manera, o sea de verdad, se han separado.

Yo no he vuelto a verlo.

Me da miedo volver a sentir todo lo que le quise.

Me da miedo oír su voz y seguirle.

Pero lo que más miedo me da es que me grite.