Te devuelve la autoestima, sí, pero también puede provocar frustración.
A veces tengo la sensación de que llevo toda la vida adulta en una interminable partida de La Oca, que es el juego más irritante que conozco: intentando hacer bien lo del amor y lo del trabajo, fallando y, ¡hala!, a la casilla de salida. Calavera, un jefe malo que hace bueno al anterior; el pozo y tres meses sin que nadie te acaricie ni te mire con ternura… Y cuando por fin lo superas todo y llegas a la meta, te sobra un punto y te toca rebotar y rebotar eternamente.
Miguel jugaba a lo mismo, si lo pienso. Leire debería haber sido su gran amor. Y hasta él lo decía en aquella época. Mientras yo estuve en reconstrucción, Miguel, simplemente, construyó. Con Leire (y con Clara, claro).
Leire era toda luz. La mujer que a mí me habría gustado ser.
Me la presentó en una fiesta y no me tuvo que dar muchas explicaciones: brillaban. Y siguieron brillando. Y yo, claro, dejé de ir a su casa los fines de semana, y de ver a Clara, y de ser el amor de su vida.
Dejé sitio porque, además, a mí tampoco me cabía Miguel.
Pasados unos meses, me convencí por fin de que Jacobo estaba cumpliendo su promesa. Se había desestimado aquella fusión dolorosa que nos había puesto en la misma reunión, y yo tenía mucho trabajo: había que llenar la red y conseguir audiencias, y fidelizarlas, y estar de moda, y ser referencia.
Y había dejado hueco, como dice Manu.
Además, seguía yendo a esos mercados llenos de reyes de copas (cada vez más pálidos) y llenos, también, de distracciones. Cannes, Nueva Orleans, Chicago, Los Ángeles… Billetes en business, hoteles de cinco estrellas, y un espacio en el que nadie te encontraba (la habitación, una peli y el minibar; o la calle, un museo, un club de jazz; perdona, que el móvil no tiene cobertura).
O sea, soledad, extranjeros y reuniones rápidas y eficaces. Un lujo en todos los sentidos.
Un lujo que yo disfruté consciente todos esos años que estuve dando vueltas por el mundo para reunirme, muchas veces, con gente que trabajaba en mi ciudad.
Y para encontrarme con Andrés.
Andrés estaba casado. «Sólo técnicamente. Y sé que suena a tópico de culebrón clásico, pero es verdad; ya lo hemos hablado todo y nos falta que acabe el curso, contárselo a los niños y buscar una casa para mí. De verdad, Mica. Que yo no estoy para echar un polvo, que yo estoy para quedarme y hacerte feliz porque te he visto en más de diez ciudades distintas y en todas viviría contigo».
Lo recuerdo tal y como lo dijo, pero ahora no suena nada creíble. Andrés era un hombre alegre, divertido, irresistible; me insistió, me persiguió y, con o sin excusas, que no sé si las tengo o si las necesito, me enamoró.
Y por si yo no me acuerdo, Manu no se ha olvidado jamás: «Con Andrés fue la primera y única vez que te oí decir que querías tener hijos».