En aquella época de depresión y miedo, iba por la vida grabándome a fuego todo lo que oía decir a mis amigos sobre mí. Divertida, graciosa, borde, intensa, generosa, conseguidora, autista, comprometida, tozuda… Por si acaso algún día necesitaba creerles e irme pegando atributos para estar a su altura.

Diego y Manu ya vivían en pareja, Ana había vuelto a escaparse con un extranjero. «Aprendo idiomas y me enseñan otras vidas», decía en broma. A Ana le gusta querer porque le gusta vivir. Pero yo les ganaba a todos en número de rollos, y Diego y Manu se descojonaban: «Mica, que esto es como el blackjack, tienes que quedarte en el punto justo, ni pasarte ni no llegar. Pones sobre la mesa los tíos a los que has querido y a los que te has tirado y se tiene que notar que tienes experiencia y que has vivido a tope, pero en el punto justo… Si todos los novios te han durado un mes, o tienes alergia al compromiso y no eres de fiar, o eres una promiscua. Pero si sólo has tenido uno, durante siete años, parece que buscas sustituto. Eso es lo que tienes que medir».

Diego y Manu creían —probablemente engañados por mí— que yo quería vivir en pareja, que quería tener hijos y refugiarme en un hombre, y que por eso practicaba tanto. Pero no. Yo lo que creía es lo mismo de ahora: que follar es como trabajar, que si lo haces bien y con ganas, te devuelve mucha autoestima.