Ése lo conservo, porque era un ejercicio de empatía, de intentar ponerme en el lugar de Miguel, pero a nadie le pareció bueno. Digo nadie y quiero decir a Manu, que odia la poesía, y a mi psicoanalista, que odia que me refugie en los demás.
El poema, eso sí, fue definitivo.
Manu se cansó de mi intensidad y de mi tristeza y decidió invitarme a Roma, los dos solos. Empezaba a ascender en la cadena de televisión que yo había abandonado. Nuestros niveles profesionales empezaban a converger, nuestra salud mental continuaba su estruendosa divergencia.
«Roma, Mica, tú y yo solos, sin tu jefe y sin mi chica… Tú dejas el cerebro en casa y yo dejo el amor. Sólo nos llevamos la risa a una ciudad con luz, con pasta y con italianos. Que igual alguno hasta te silba y te piropea, aunque sea por deporte, y te lo puedes tirar en la habitación de al lado para ponerme nervioso…».
Manu no vino. Le pusieron una reunión, le reembolsaron el billete y me dieron las gracias por participar en su amistad.
Me fui sola, y descubrí que no es fácil viajar en el vacío. Hay tantas cosas que decidir, preguntar y decir en un taxi, un aeropuerto, un hotel, que el cerebro se acaba imponiendo a la nada y a la depresión.
Y me lo pasé bien, además.
Cuando volví a Madrid y se lo conté a David, mi psicoanalista —empático, rencoroso o profesional, ni lo sé, ni me importa—, me anunció:
—Ahora puedo decirte la verdad. No me sorprende, porque tu depresión nunca ha sido tan grave: un poco de ansiedad, un poco de pánico, un poco de histrionismo…
Le dejé terminar porque supuse que eso le fastidiaba más que una reacción airada. Además, igual tenía razón, pero yo en Roma —andando, absorbiendo vida— no había descubierto nada milagroso (no me había enamorado, no había tenido una visión, ni siquiera había follado para escándalo y decepción de Manu) pero sí algo importante: me gustaba el mundo. Quería ver más.
Y David seguía:
«Cada uno tiene el mejor comportamiento posible en cada momento, Micaela, ya lo sabes. Tu mejor comportamiento, parece que el único, es borrarte, anularte cuando te vienen mal las cosas y también cuando te vienen especialmente bien. Simplemente desapareces y, como no eres nada idiota, siempre encuentras una excusa: una muerte, un accidente, un jefe imbécil…».
«… Te pasan, Micaela, las cosas que le pasan a todo el mundo. Y tú quieres que te pasen más y más fuerte, que te dejen sin respiración y te hagan inimputable…».
«… ¿Sabes lo que significa inimputable…?».
Gracias, por cierto, al que inventó las preguntas retóricas. Gracias, sobre todo, a mi madre, que me enseñó el silencio como forma de respuesta ante la agresión y la soberbia, estén o no disfrazadas de interés y profesionalidad.
Supongo que David quería ser duro, marcar un antes y un después, tener un efecto. Pero hubo un momento en que dejé de escucharle.
Sólo me reconecté con una pregunta que no era retórica y que yo nunca me había hecho.
—¿Te da miedo ser feliz, Micaela?
—(…)
—Piénsalo, porque tampoco tienes muchas razones para no serlo. ¿Te da miedo?