Y aviso que aquí voy a generalizar: los casados, o recién separados, gozan de una indulgencia que ya quisiera yo para mí y que empieza con todo lo que no dices ni pides por no sonar como la pareja anterior, por no oír eso de «para discutir me quedaba en casa». Hasta que un día te miras al espejo y, por suerte, te reconoces y dices: vale, que no quiero ser como ella, pero sí espero, necesito, merezco, que me respeten.

Vamos, que sí, que quiero hacerte feliz, pero ésta también es mi casa, y mi relación, y mis límites y mis normas, y nos va a tocar pactar.

Y entonces es su turno: que lo entienda o que no; que le dé miedo perderte o quedarse solo, o que no le dé miedo nada; que piense que mejor malo conocido, o que no piense, así, en general.

Y, ya puestos, voy a repetir otra generalización: dicen que las mujeres nos separamos para estar solas y los hombres para estar con otras. No sé, quiero pensar que con excepciones.

A veces lo he hablado con Manu. «Si Marta me dejara, ella estaría bien sola; y yo no. No estaría nada bien sin ella, ni solo, ni con otra». Manu tiene el miedo justo: el miedo que merece Marta.

Volviendo a Andrés, vuelvo a lo de siempre, que así van estas cosas: en un siglo en que el divorcio y el sexo son legales, aún nos tienta el sentirnos parte de un amor perseguido, atormentado e imposible. Y no lo es, no tiene por qué serlo.

Si quieres, puedes; si queremos, podemos.

Me temo, pues, que Andrés no quiso.

Hubo, que también es habitual, un tímido amago de querer: se vino a casa un tiempo, y yo, convencida de que era el hombre de mi vida, veía su tristeza como una garantía: quería a sus hijos, respetaba a su mujer, era un hombre bueno. Y le compensaba con una ración extra de mimos y de sexo, y cuando yo me ponía melancólica, porque el hombre de mi vida no parecía ser feliz conmigo, me lo curaba sola para no agravarle sus problemas.

Pero todo se acumula y a veces las cosas son como parecen y parecen como son: Andrés estaba triste, sombrío y mustio. Andrés era infeliz.

Y, encima, andaba lleno de tópicos: esos paternalistas y misóginos que juran que las mujeres sólo vamos a pillar a los hombres, a atarlos, dominarlos y hacerlos pequeñitos; esos que dicen que todas somos iguales y queremos lo mismo, una vida aburrida y convencional, un amor que nos dé seguridad y joyas en los aniversarios; esos que dicen que ellos traen el sueldo a casa y nosotras vendemos caro el sexo.

—No me presiones, Mica.

—¡Pero si sólo te he preguntado si querías ir al cine!

Andrés subía el tono un poco más cada vez.

Y entonces le empezaron a ir mal las cosas en el trabajo y el sexo se volvió también más alto: golpes, giros, posturas que él marcaba y en las que no admitía réplica ni matices.

Lo quería como a él le daba la gana.

Y empezó a salir: no podía salir conmigo, aún tenía que esconderme, pero sí podía salir sin mí.

Yo volvía cada noche a la casa donde ya vivía con el hombre de mi vida y la encontraba vacía. Más tarde, mucho más tarde, a la una o las dos, él llegaba, con demasiadas copas y demasiada ira. Se abría paso a golpes dentro de mí, me daba la vuelta, me tapaba la boca, me ignoraba y me usaba.

Y yo callada, para que se le pasara, para que se desahogara, para que volviera.

Aunque quien llega a la ira ya no vuelve.

Andrés gritaba, lloraba y pedía perdón. Y yo me quedaba en el grito.

Una noche, ya cansada, cené con Manu y con Diego, y me sorprendió mi risa. Sana, cariñosa, feliz. Me puse a llorar y, aun así, la felicidad seguía en mí: era Andrés quien me robaba la energía positiva y me la cambiaba por mal rollo.

«Ésta es mi casa, ésta es mi vida; sobras tú», le dije segura y sincera a la mañana siguiente, cuando se cabreó contra su taza de café sólo porque sí.