«En junio, en junio, en junio…».

«Buscamos una casa juntos, me traslado yo primero, esperamos un tiempo prudencial y te vienes, y entonces ya sí, te quedas, y no te vas nunca».

El final de curso era una frontera casi mítica.

A mí me gustaba que Andrés nunca, jamás, hablara mal de su mujer. En otras vidas pasadas, en esta presente y en todas las futuras, si oigo a alguien que se queja de su pareja siempre pienso lo mismo: «Imbécil, hablar mal de ella es hablar mal de ti, que la elegiste, que te dejaste elegir, que duermes con ella…».

Andrés no la mencionaba. Y yo flotaba, feliz los días (siempre laborables) que nos veíamos. Me sentía guapa, etérea, enamorada. Entendiéndolo todo como si me drogara. Entendía a Andrés, a su mujer y hasta el teorema de Poincaré.

Y los fines de semana no entendía nada, y eso que Andrés me lo explicaba: «Los niños».

«Los niños y ella, que tampoco quiero hacerle un daño innecesario, porque yo supe que me tenía que separar hace ya un año, y se lo dije, en cuanto me di cuenta de que sólo pensaba en ti, pero contarle que existes es hacer que duela más, sembrar un rencor que no necesitamos. Por eso tampoco quiero que nos vea nadie por la calle, aunque sé que no debería esconderte como si fueras mi amante, que tú eres ya mi mujer y lo vas a ser siempre…».

Qué pereza da recordar todo esto, qué historia tan vista… Esos enamorados que se creen únicos rodeados de otro millón de parejas que también se creen excepcionales. Lo que tú crees que pasa una vez en la vida ocurre mil veces cada minuto.

Ahora, al recordarlo, me suena todo a tópico infecto. Y ni siquiera: porque yo quería a Andrés como creía que nunca había querido a nadie, pero jamás me cupo duda de que lo nuestro no era un amor imposible, porque el divorcio es legal, lícito y, en muchos casos, más que recomendable. Y, sin embargo, teníamos encima esa inmensa capa de tristeza: aquellos primeros meses, tan bonitos, fueron también tremendamente melancólicos.

A mí no me ponía el drama, que no soy masoca. Yo quería a Andrés todo el rato. Y quería con él cosas fáciles. Quería que me cogiera la mano y no me la soltara. Quería que fuéramos al cine, llevarlo de viaje, encontrarle regalos, hacerle café. Quería que quisiera a mi madre y que fuera capaz de hacer reír a mis hermanos. Quería que fuésemos a cenar: solos, con Manu y Diego, con sus chicas. Quería que conociera a Ana. Quería querer a sus hijos. Quería tener hijos con él.

Pero a él sí que le debía de gustar lo imposible. Me cuesta entenderlo ahora, entenderme a mí, entenderlo a él, hasta entendernos juntos. ¿Por qué tanto obstáculo si ni siquiera era adulterio? Y, además, aunque lo hubiera sido. Que hasta Romeo y Julieta no murieron por amor, sino por tontos.

En teoría, con Andrés no había mentiras.

En teoría.

Hasta que la mujer de Andrés entendió que tanto mensaje y tanta noche fuera no eran casuales, y le preguntó, y sólo estábamos en mayo y no se había acabado el curso, y se vio que no decir la verdad es lo mismo que mentir. O sea, se vio una obviedad.