A Andrés yo lo imaginé entero: toda mi vida con él. La casa, los niños, el sofá, la vejez. En cualquier parte del mundo, con una cama y su piel. De él a la eternidad.
Andrés trabajaba en una compañía gemela a la mía, nuestra principal competidora, esa con la que siempre estábamos en plena tensión sexual, que nos fusionamos, que no. Ahora que tú quieres, yo me hago el reticente; ahora que quiero yo, tú te alejas.
Como en las pelis clásicas: perseguíamos los mismos clientes, teníamos los mismos proveedores y nos encontrábamos todo el rato.
Y no, no nos andábamos buscando. Dejo la metáfora empresarial: digo Andrés y yo.
Andrés era alto, guapo y divertido. Siempre sonriente, irónico y dispuesto. Yo sabía que le caía bien, porque esas cosas se notan, porque a veces nos tomábamos un café, y otras una copa, sin más, comentando nuestros alrededores, con un sentido del humor parecido y una distancia diferente respecto al trabajo, la vida y el amor.
Yo pensaba que él ya lo tenía todo claro. Andrés era quince años mayor que yo. Lo sigue siendo, aunque ya no le veo, ni sé dónde vive, ni me atrevo a buscarlo.
Andrés, digo, fue amigo mío durante un par de años. No amigo como Manu o Diego, pero amigo. El colega con el que más me reía y con el que más complicidad tenía, al que siempre buscaba con la mirada y el que siempre me la recibía con ganas, con ganas de verme, de escucharme, de contarme, de hacerme reír.
No lo parece y, sin embargo, soy muy insegura: ni se me pasa por la cabeza que pueda gustar a los hombres que considero irresistibles. Andrés era irresistible, y empezó a llamarme más.
Y más. Y más.
Hasta que me invitó a cenar. «Te tengo que decir algo».
Me lo dijo. Le costó decírmelo.
«Llevo meses pensando que te debo la verdad. Y lo he ensayado, pero me va a salir mal. Estoy enamorado de ti, Mica… No digas nada. Quiero que me escuches y luego hables. O no, lo que quieras. Tengo cuarenta y cinco años y dos hijos, mi mujer y yo llevamos separados unos meses. Quiero decir que aún vivimos juntos, pero porque andamos buscando la mejor manera de hacer oficial la separación. El caso es que te quiero, que quiero estar contigo. Que quiero eso y nada más».
Ahora suena tópico, ya lo he dicho, el diálogo escrito por un guionista perezoso, pero yo lo recibí como un planteamiento sincero, limpio y dulce, perfecto, definitivo. Y yo, muda, entregada y feliz.
Andrés me llevó a casa y no quiso subir.
No subió, hasta que tres días más tarde le abrí la puerta, le dejé entrar y me quedé encerrada en él.
Y es una metáfora bonita, pero también es literal.
Andrés sólo se había acostado con su mujer y casi no sabía hacer el amor: tocar, insinuar, acariciar, empezar, jugar, reír, masturbar, escuchar, lamer, hacer, dejarse hacer, atar, probar, pasarse, llegar, experimentar, esperar, oler, disfrutar, volver, anticipar, recordar…
Andrés sabía desear, meterla y eyacular. Y ya. Teníamos mucho que practicar.
Aprendió rápido, eso sí.
Él decía que yo le enseñaba, yo decía que aprendíamos juntos. Los dos decíamos cosas que se sumaban y se completaban, y las vivíamos como si fuéramos una ecuación matemática. Sólo tú más yo podemos ser nosotros.