«Has estado bien en la reunión. Tenía sentido lo que decías, y además has sonado segura. Tú pareces dura, pero porque no saben cómo besas».
Y con esa frase sí me hizo sentir humillada, y sucia. Porque no le podía dar una patada en los huevos, ni escupirle, ni salir corriendo. Porque era el jefe de mi jefe y me lo soltó a traición, muy rápido y muy claro.
Se había presentado.
«Soy Jacobo de Leceta, presidente de la empresa en la que trabajas, el jefe de tu jefe, lo cual significa que me debes doble obediencia por el lado jerárquico, y si comparas mi sueldo con el tuyo puedes multiplicar la obediencia por cien o, mejor, por infinito».
No quise escucharlo y lo olvidé, como un mal sueño.
Me habían hablado de él, pero su despacho estaba en otro edificio. Casi no lo iba a ver, ¿no?
No.
Mientras yo trataba de encontrarle los valores (¿inteligencia?, ¿sagacidad?, ¿talento?) que justificaran su cargo y su sueldo, él me llamaba cada semana. Quiero decir que me llamaba, me mandaba un coche y me sentaba a su lado durante una hora con algún pretexto absurdo.
O sin pretexto.
La primera vez que me citó, yo, inocente y leal, avisé a mi jefe. «Me ha dicho Jacobo que tengo que ir a verlo. No quiero que pienses que te puenteo».
Y en la mirada de mi jefe creí ver lástima. Pero no me dijo nada.
La segunda vez que me llamó Jacobo, yo, menos inocente, más cauta y aún leal, avisé a mi jefe y, sobre todo, le pedí explicaciones. «No puedes dejar que me haga esto. No me hagas ir sola».
Y en la mirada de mi jefe vi impotencia, y algo de compasión, y bastante vergüenza. Luego se dio cuenta, se tapó la expresión, y no pude ver nada.
Mi jefe no me iba a ayudar.
Y eso que le había contado la verdad: que Jacobo pedía fruta y, cuando se la traían (uvas peladas y sin pipas), cerraba el despacho y me intentaba alimentar.
Por la fuerza.
El primer día me negué y seguí hablando de trabajo mientras él me observaba con curiosidad. El segundo día se me vino el mundo encima… Porque, como en las películas malas de los setenta, me gritó: «Tú no sabes con quién estás hablando. ¡Te he dicho que comas!».
—No. Gra-cias.
Lo dije despacito y lo dije firme. Jacobo me miró y entrecerró los ojos: «Supongo que no, que no sabes con quién estás hablando. Estás hablando con el hombre que puede despedirte y puede hacer que nunca jamás vuelvas a trabajar. ¿Lo entiendes?».
—Sí.
—Ahora quiero que…
No puedo ni escribir lo que me exigió.
Me levanté temblando, descorrí el cerrojo, salí, cerré la puerta.
No lloré hasta que empezó a descender el ascensor.