Ellos con las camisas bordadas, yo en vaqueros.

Se pusieron a hablar de balances, presupuestos y recursos («recursos», por cierto, significa personas para esta gente sin alma y para algún otro sinsorga que me he cruzado más tarde) y, en algún momento, dijeron algo demasiado estúpido.

Interrumpí y noté que, en el centro de la mesa, un hombre con cara de obispo (lo digo sin acritud anticlerical, pero era coloradote y tenía las mejillas húmedas, como yo me imagino a los obispos antiguos después del chocolate, los picatostes y lo demás) se giraba hacia mí y sonreía para sí.

En realidad, me miraron todos, y yo pensé que era sólo la extrañeza de oír un poco de sensatez y un campo semántico sencillo y comprensible que no incluía aquello de la «sensibilidad de la cuenta de resultados» y el «amueblamiento del balance».

Pero acabó la reunión y el obispo me agarró del brazo. Miré a mi jefe y se encogió de hombros en un gesto de disculpa que no quise o no supe interpretar.

—Tú te vienes conmigo —dijo el obispo.

Y me metió en un ascensor que tenía bloqueado para su uso exclusivo (bloqueado y con ascensorista propio, por si no sabía apretar un botón, supongo) y me preguntó:

—¿Quién eres?

—Micaela. Micaela Salazar. La directora de…

—Vale, la periodista. Ya sé quién.

Y entonces me dio dos besos tipo Lucho, dos besos no solicitados ni deseados; dos besos nada educados de esos que resbalan hasta la boca y te dejan mal cuerpo y mala conciencia. Y asco, y rabia, y culpa, e impotencia.