He dicho varias veces que era una ingenua y lo digo de verdad; en todos los sentidos, incluyendo el empresarial: todavía pensaba que si una multinacional elegía y mantenía en su cabeza a un hombre era porque valía. Tan convencida estaba que lo primero fue sentir culpa: «Algo habré hecho».
Si yo fuera una feminista de libro, pensaría que ése es el síndrome triste y crónico de todas las mujeres, herencia de una cultura machista. Pero no, no soy una feminista de libro y sólo pienso que es el síndrome triste y crónico de toda la gente insegura. Que no lo parezco pero lo soy, y al no parecerlo, no encuentro piedad.
—Tú pareces dura, pero porque no saben cómo besas…
Hablando de «parecer», ésa fue, casi, la segunda frase que me dijo Jacobo. Y ése es el punto. El punto de humillación y de vergüenza. Y no habíamos llegado a la amenaza.
Aunque para entenderlo, hace falta reproducir el tono exacto: el tono lascivo de un mierda que sabe que no es atractivo pero sí poderoso.
Conocí a Jacobo sin saber quién era.
Quiero decir que un día cualquiera, a las pocas semanas de estrenar mi puesto, recién fichada como experta en contenidos audiovisuales en esa macroempresa de la nueva economía que tardó poco en desinflarse más que la vieja, entré en una sala de reuniones y descubrí que era la única sin corbata, la única mujer, la única menor de treinta.
Era una reunión importante porque se trataba de anticipar y paliar las consecuencias de una fusión (riesgos, duplicidades, despidos, incumplimiento de contratos, etc.), y cuando dos grandes empresas se fusionan es como Duelo al sol pero multiplicado por mil: cada ejecutivo tiene, al otro lado de la mesa, al tipo que hace exactamente su mismo trabajo.
Uno de los dos debe desaparecer.
¿Y yo?
Yo no, porque yo era periodista y hacía cosas muy raras (o sea, contenidos y televisión) en ese mundo de financieros y camisas con las iniciales bordadas.