Como no podía endurecer la piel, después de consultar a Manu («no te puedes quedar así, y tampoco te puedes ir»), a Ana («vente a Puerto Rico, yoga en el mar») y a Diego («vete y aprende, que tú y yo acabaremos trabajando juntos»), decidí alejarme de las hienas y encomendarme a mi primer head hunter.

Supongo que ahora, cuando ya no hay vacantes en ninguna parte, ha cambiado el enfoque, que hay más coaching y más empatía, menos manual, pero sigue siendo algo estrambótico que un tipo cuyo trabajo es totalmente distinto al que has hecho y al que vas a hacer, que no conoce la empresa de la que vienes ni a la que vas, decida si pasas ese filtro decisivo.

Más los tests psicológicos, las referencias, la documentación y, por supuesto, esas preguntas trampa que ojalá también hayan evolucionado:

«¿Confías en mí? Porque mi cliente también eres tú y conseguir de ti una carrera larga y productiva. Empezamos…».

—¿Cómo ves tu carrera profesional en cinco años? ¿Y en diez?

—¿Tus mayores virtudes?

—¿Tus mayores defectos?

—¿Logros?

—¿Qué querrías haber sido cuando ya no puedas ser nada?

Y, de repente, por sorpresa, un «¿Y por qué no te casas y tienes hijos?». A ver qué contestas, venga, rápido, comprobemos que la empresa acierta al invertir en ti sin que nos salgas machorra y conflictiva. Corre, niñata, que la agilidad es clave…

Para mí el feminismo tiene sentido en la práctica y no como una teoría apolillada: yo asumo la igualdad, y el que no, que me lo diga, me lo argumente o me lo esconda; haga lo que haga, yo voy a seguir agarrada a mis derechos, los mismos de ellos, los de todos.

Pero… Pero nunca he soportado esa pregunta y menos si viene de un head hunter paternalista que tiene cuernos de cabra montesa en la pared.

Le miré con ira. Y ya. Ese silencio fue la respuesta adecuada. Cambiaba de trabajo.