Miguel volvió cuando yo me estaba yendo.

Me estaba yendo de la gran cadena de televisión que me había hecho ejecutiva, alejándome de la sospecha de estar liada con Cary Grant, el consejero delegado, ese jefe honesto, atractivo y casado que coqueteaba conmigo abierta y tranquilamente, siempre fuera del horario laboral.

A mí me gustaba mucho Cary, que conste. Pero en aquella empresa, tan liberales ellos con los contenidos, no se podía uno acostar con alguien del curro, con intimidad y porque sí, salvo que él fuera odioso, tú te resistieras y tus compañeros estuvieran de acuerdo en el sacrificio. O sea, las mujeres sólo podíamos ser víctimas salvo que fuéramos —ay— zorras ambiciosas frente a algún pichafloja inocente.

Y a mí no sabían bien cómo catalogarme, mi verdad no les parecía plausible a esa panda de atechados aburridos y envidiosos. Mi verdad era que yo curraba como una bestia y, al mismo tiempo, era brutalmente ingenua. Con Cary y en general.

Creo que él coqueteaba conmigo por deformación profesional y pocas ganas, consciente de que si remataba yo me quedaría colgada, con un enamoramiento pigmalionesco, perruno y tontorrón, esperando que me construyera a su medida. Pero como parezco dura, le seguía la corriente, respondiendo a sus requiebros con ironía cierta y frialdad fingida, y un día, cuando me ascendieron por sexta vez en tres años y la envidia se volvió demasiado densa, le pedí que lo hablásemos.

«Si creen que me asciendes porque nos acostamos…».

—No nos acostamos, ya me gustaría.

—Digo que si creen que me asciendes porque nos acostamos, el que queda como un imbécil eres tú.

—No, Mica, como un campeón que se tira a una de las cuatro tías más monas de la cadena.

—Quedas como un imbécil que dirige la empresa con la polla.

—No seas bruta.

—Como un imbécil.

—Mica, ahora en serio, no seas imbécil tú; y tampoco seas ingenua, que ya no te lo puedes permitir. A ver: a los hombres estas cosas no nos duelen ni nos pasan factura; te duelen a ti, que te dejas la piel trabajando para que luego murmuren a tu paso los vagos y maleantes a los que no puedo despedir porque tienen un enchufe histórico.

—¿Y entonces?

—Pues… nos deberíamos acostar. Para que al menos hablen con razón.

Siempre sonreía travieso con esa propuesta, pero al final ya no le hacía ni gracia. Por eso Cary se puso serio y me recordó que tenía dos opciones: endurecer la piel y dejar que todo me resbalara (todo incluyendo los comentarios indirectos e insultos directos) o… «irte, Mica, irte con todo lo que has aprendido aquí, a una empresa que te contrate por lo que has llegado a ser, por lo que eres; irte a una empresa en la que ya llegues con todo ese bagaje profesional consolidado, en la que no se te cuestione porque ascendiste demasiado rápido. Eres buena, Mica, pero aquí has crecido porque alrededor hay mucho bobo. Vete a otro sitio, crece más y vuelve. Si yo estoy aquí, tienes el puesto asegurado. Ya habrás pasado los treinta, y tu juventud no dolerá tanto a los mezquinos; aparte de que, en algún momento, cambiará el gobierno y podremos hacer limpia… Siento ser tan sincero, pero es lo que hay. Y otra cosa, Mica, también tienes que sonreír un poco, que vas triste por el mundo».

—Triste no, acojonada. Si sonrío piensan que me insinúo. O que soy una sobrada. Si sonrío me hacen daño.

—También pueden pensar que eres amable y feliz.

—(…)

—Sonríe, Mica.

Y así, por consejo del mejor jefe que he tenido y cuyo nombre recuerdo pero no cito (él sabe quién es, yo sé que deberíamos haber producido en casa nuestra propia versión de La fiera de mi niña), caí cerca del peor, de un hombre de nombre bonito y alma podrida, cabeza de una nueva macroempresa de contenidos on line, un delirio megalomaníaco pagado por un viejo monopolio.