Venga, vale, lo confieso: nunca he sido la típica tía que se muere por los malotes, pero aquella escena de Miguel, tan guapo y tan burro como Lobezno, me pareció grandiosa.

La bondad y el amor de Miguel están, han estado siempre, por encima de los malos y los cobardes.

Y me dejé querer.

Y le quise otra vez.

Aparcamos la moto en casa y no salimos en un par de días.

Sin sexo.

Con Clara.

Clara, con cuatro o cinco años, me gritaba «Mica, Mica», y me daba besos de mariposa, y me quería, y me dejaba quererla, y no me hacía preguntas.

Miguel, con treinta y tantos, me abrazaba como un oso, me hacía la cena y me acariciaba la oreja, el cuello y la nuca con la punta de los dedos.

Miguel era paz y amor.