Miguel me había acompañado el día de la gran conversación. Con la moto casi en marcha, como un caballero moderno, casi deseando que todo fuera mal y que tuviéramos que salir corriendo. Porque, además, Miguel echaba humo.
Estaba furioso. Con Jacobo, con mi jefe cobarde, con las empresas que se dejan dirigir por petimetres, ególatras y delincuentes, hasta conmigo por no huir con él. Pero también estaba aliviado, porque por fin yo le había pedido ayuda, por fin podía hacer algo.
Tener la moto en marcha y poco más.
Como Manu, me había aconsejado que lo denunciara, que lo metiera en la cárcel o lo sacara en algún confidencial. Pero también había respetado mis razones para no hacerlo.
Y allí estaba, con un casco en cada mano, cuando yo salí del despacho de Jacobo, nerviosa todavía, pero en paz.
—No va a hacer nada, no me va a hacer nada.
Fuimos y volvimos en moto, abrazados y seguros.
Y no fue suficiente.
Fue Manu quien me contó semanas después que Miguel le había pegado un puñetazo a Jacobo. Lo cito textualmente: «Le metió una hostia que lo dejó seco».
Jacobo no reaccionó. Estaban en un restaurante y lo saludó porque el mundo es muy pequeño y Miguel era hijo de un amigo de un amigo de Jacobo. O algo así. Pero Jacobo nunca supo de dónde salía la fuerza de Miguel.
¿La fuerza?
La hostia.