A mí me gustaba mi trabajo. Creía que estábamos construyendo el futuro de los contenidos, abriendo lo que entonces era una ventanita olvidada y ahora son miles de pantallas que te asaltan por todas partes.
Digo esto porque es importante. A veces, casi siempre, un trabajo es más que un sueldo, unos compañeros y un sitio donde pasar ocho horas. Y entonces el acoso no es sólo humillante, injusto, doloroso y cruel; no es sólo un delito contra una persona, sino contra la sociedad.
Me di un paseo de mil horas, o dos mil, o un millón. Y no fueron suficientes. No había cambiado nada. Repasaba las palabras de Jacobo y seguían siendo las mismas. Mis opciones también: ninguna.
Cuando se me acabaron las horas y quitaron las calles, llamé a mi jefe directo. Podría haber llamado a Manu, a Diego, a Ana o a Miguel, pero me daba vergüenza y no me iba a servir de nada. Yo necesitaba verdad, y justicia. Mi jefe, claro, no me cogió el teléfono. Me fui a casa. Me tumbé. No dormí. Me levanté. Fui a la oficina. Me senté.
En la puerta del despacho de mi jefe, claro.
Y esperé.
Vino, le conté todo y él no dijo nada.
Nada.
Nada.
Y más nada.
—Necesito que me prometas que no voy a volver a verle.
Nada.
Mucho rato de nada.
Una tremenda sobredosis de nada.
Y, por fin, algo de verdad.
—No puedo. No puedo prometértelo.
Y volví a llorar. Y a estar sola. Y entonces, sí, llamé a Manu, que me recomendó denunciarlo, y yo no le hice caso porque no habría vuelto a trabajar nunca. Habría sido catalogada oficial y judicialmente como una tía conflictiva y peligrosa, como una apestada incontratable.
«En el curro ganan los malos, Mica, no es como las pelis del Oeste que te gustan», me decía siempre Manu. «Tienes que exigir justicia». Cierto. Yo he soñado siempre con un jefe listo, fuerte y honrado como John Wayne, pero no, salvo en mi vida con Cary Grant, he oscilado entre «El feo, el tonto y el malo», en plural y en singular, en masculino y en femenino, y traicionando el espíritu y el título de uno de mis westerns favoritos.
Me pasé dos días en casa; somatizando, que es gerundio. Fiebre y amigos con los que no podía hablar pero a los que necesitaba oír.
«Sí que es acoso, pero tienes que elegir tú los tiempos. Vuelve a la oficina, llama a un head hunter, llama a tu head hunter. No tienes por qué aguantar un delito, pero tampoco tienes por qué rendirte tú. Que se rinda él».
Esa misma era la opinión de Ana. «Cierra los poros. Tú eres más fuerte que él».
La fiebre no me curó pero sí me aclaró los sentimientos: ansiedad, miedo, vergüenza y rabia. Así que llamé a la secretaria de Jacobo y conseguí una cita.
Entré en su despacho temblando y no le di ni los buenos días.
—Si no me respetas, despídeme, pero rápido. Si no, si crees que soy buena en lo que hago, déjame en paz.
Tenía preparado un discurso más largo, más brillante y más hiriente, pero sólo tuve fuerzas para pronunciar esas dos frases, muy rápido.
Jacobo me miró:
—¿Has terminado?
—Sí.
—Creo que eres buena en lo que haces.
—Entonces, déjame en paz.
—Micaela, ya has ganado. Ahora vete.
Cumplió: nunca más volvió a verme a solas, nunca más volvió a tocarme, y yo trabajé allí tres años más.
Si yo le hablé sin fuerzas, ¿por qué se rindió? Supongo que vio que no me iba a dominar, sino a romper. Y es que es eso, que a veces, cuando alguien se empeña en tensar la cuerda, la gente no crece ni se rinde, simplemente se rompe y se va, o se va antes de romperse.