El trabajo empezó a cansarme: consistía en decir que no a los malos y sí a los buenos, pero sin que se supiera quiénes eran unos y quiénes los otros, porque el criterio cambiaba según el viento que soplara en el Consejo de Administración. Yo compraba derechos audiovisuales para la cadena. A veces a empresas incuestionables, a veces a otras dudosas. Cuanto más dudosas, más se afirmaban:

—Mira, bonita, tú no sabes quién soy yo. Soy amigo del presidente, y si no me aceptas este precio, volverás a oír de mí. Y no te gustará.

—(…)

—Micaela Salazar, dices que te llamas. No te conozco, no me conoces. Pero los dos nos vamos a acordar. Si me dices que no, me acordaré de la putada; si me dices que sí, me acordaré de que te debo un favor que algún día querrás que te pague.

Y así.

Un planazo.

La versión oficinesca, corrupta y cutre de El Padrino.

Afortunadamente, Patricio, el hombre de los tirantes verdes, había nombrado un consejero delegado guapo y honesto, un Cary Grant en versión gestor, que me escuchaba y confiaba en mí. El mejor jefe que he tenido. Sus reuniones duraban media hora y siempre preguntaba: «A ver, Mica, tú que conoces los detalles, ¿qué harías?». Y lo normal era que me escuchara y concluyera diciendo: «Perfecto».

Este Cary es otro de mis hombres buenos. Nos vemos en cada cambio de trabajo: le pregunto mucho, él me contesta poco, y yo no le hago ningún caso.

Así me va.

No le he llamado todavía para decirle que estoy en paro. No le he llamado porque no me va a ayudar, no puede y no quiere; pero, sobre todo, no le he llamado porque me da vergüenza no haberle escuchado.