Manu bautizó aquella época como «los años que follaste peligrosamente». Y visto así, con perspectiva, es una descripción bastante precisa.
Porque algo había aprendido: quería ser tío, quería ser un depredador. Parecía más fácil e infinitamente más divertido.
Yo viajaba mucho por trabajo, iba a mercados de televisión y era una de las pocas. No de las pocas guapas, no; de las pocas mujeres. Menor de treinta, potable, soltera.
Lo oí todo y se lo oí a casi todos. Aquellos maravillosos padres de familia subían a un avión, se sentaban al lado de una chica y se convertían, de repente, en casados incomprendidos, divorciados dispuestos a rehabilitarse y hasta viudos dolientes de mujeres que, muy vivas, les esperaban en casa.
Daban mucha pereza y un poquillo de pena.
Yo no quería acostarme en Cannes, o en Los Ángeles, con un tipo cariñoso y seductor que me volvería a encontrar en Madrid convertido otra vez en sapo o, mejor dicho, en ejecutivo. No quería participar en esos concursos. Porque lo eran.
Competían en idiotez, estos señores tan formales. Y yo, sexualmente, me quedé a vivir en el extranjero: sólo follaba con gente que vivía lejos.
Ana se instaló en Puerto Rico, y a cambio, por la ley de las compensaciones, Manu volvió a Madrid y se vino a trabajar conmigo, a hacer lo que yo había hecho con Jaime, a hacerlo mejor. Currábamos bien y mucho, y mientras sacábamos adelante nuevos acuerdos, programas, presentaciones y presupuestos, nos desahogábamos y hacíamos listas de ejecutivos.
Los clasificábamos y nos descojonábamos.
Los llamábamos «Reyes de copas» porque a la luz del día, en reuniones, no pasaban del «Hola, guapa», y una mirada entre coqueta y lasciva. Pero la noche es de los cobardes, o de los salvajes, o de los perseverantes. De los ejecutivos que con un «Uf, hoy me toca una movida del curro», tienen una excusa para no volver a casa, para no volver a sus vidas.
Trabajaba en la tele, ya lo he dicho, en un mundo teóricamente liberal, abierto y progresista, en el que se admiten todas las combinaciones siempre que el sexo sea consentido, en el que no hay juicios morales, en el que, sin embargo, hay mucha miseria, mucha mentira, mucha estulticia para algo tan sencillo como el «Me gustas. ¿Te gusto?».
No había fiesta en la que, con la copa en la mano, no viniera alguno a confesarse. Y eso fue lo que le conté a Manu en un mail desde Los Ángeles, refugiada en mi habitación mientras mis jefes y mis compañeros se cocían en el vestíbulo del hotel. Y Manu lo ha guardado siempre. Antes en papel, en su cartera, y ahora ya en su iPad reluciente, tan brillante como él y su reciente subida de sueldo.
Manu lo guardó para acordarse de no acabar nunca en una de esas categorías, y hace un par de años se lo prestamos a mi prima Sol para su blog, aunque casi acaban con ella los de siempre, los del sector crítico que se ofenden simplemente porque se reconocen.