Miguel seguía sin llamarme. Aquel año nuestra comunicación se producía en cadenas de mensajes que empezaba y concluía siempre él («¿todo bien?»; «sí, ¿tú?»; «never better»), y yo lo imaginaba feliz, asentado con su chica y con su bebé, con su hija Clara.
Jaime seguía metiéndose de todo y metiéndome de todo. Y yo creía, siempre creyendo lo que me daba la gana, que su pose de hijoputa era sólo eso, pose; y le quería sin querer, y me hacía daño al quererlo.
Manu seguía fuera, difuminándose y perdiéndome, perdiéndome porque me perdía sin él. Diego había cambiado de curro, crecía, viajaba y, cuando volvía, vivía ya con su chica y le debía tiempo.
¿Y yo?
Yo, aparte de Jaime, empezaba a ser.
Me gustaba mi trabajo y me gustaban algunos compañeros. Gente con mi edad y mis miedos, aunque parecían siempre más seguros, más estables y más serios. Éramos demasiado jóvenes para una empresa llena de «friends and family». Nos llamaban «los niñatos» y nos sentíamos invencibles porque no teníamos nada que perder: nosotros estábamos trabajando mientras los enchufados enredaban o vegetaban, según su carácter y su nivel de alcohol en sangre.
«Si bebes, no mandes», leí esta mañana en Linkedin, una campaña contra el alcoholismo de los directivos que no les llegará nunca.
Aquí es donde cabe uno de mis mejores paréntesis: Ana. Para evitar esas comidas (llámenlo botellones) de trabajo, me apunté a un gimnasio llena de escepticismo y de pereza, pero descubrí el yoga y a Ana. El yoga lo dejé, que soy inconstante con todo lo que me ayuda; con Ana me quedé para siempre.
Ana pinta y escribe, ya lo hacía entonces, pero sobre todo da luz. No nos vemos mucho, pero siempre estamos cerca. Ana fue mi camino y mi meta: existe la paz y está en ella. Me la imagino leyendo esto, sonriendo y meneando la cabeza con sus rizos rubios, «Ay, Mica… La paz está en ti».
—Sí, pero a mí se me escapa.
—Tranquila, que yo te enseño a contenerla.
Suena a secta y no lo es. Ana eligió el yoga y dejó su carrera de abogada pero nunca ha hecho proselitismo, simplemente vive feliz y soporta las histerias de sus amigos estresados, y los recibe en su casita, con su perro, su incienso, sus libros, sus lienzos… Y sus porros, y su gintonic bueno, y su sushi, que Ana no es asceta ni santa, claro que no.
—¿Y por qué eres monitora de yoga si hablas cuatro idiomas, tienes tres carreras y tu padre tiene el mejor despacho de abogados de Madrid, Anita?
—¿Y por qué no?
Cuando nos conocimos, Ana era mayor que yo, un alma sabia; ahora es más joven, un alma fresca. En medio, ha tenido a su bebé capicúa, su bebé mágico, que se llama Otto, como en Los amantes del Círculo Polar, pero no por eso, sino porque sí.
Supongo que Manu es mi sentido común, Diego mi cerebro y Ana mi alma. El corazón y las tripas, con sus torpezas, ya los pongo yo.