Jaime era un niño mimado, con ese punto cruel y abusivo de quienes siempre lo han tenido todo e imponen las horas, los polvos y los mimos según sus propios ritmos («si hay coca, me meto una raya; si no, echo un polvo; si hay suficiente coca, echo dos…»).
Nos liamos la primera vez en su coche. Una noche que nos quedamos a currar hasta tarde, con él revoloteando a mi alrededor mientras yo terminaba una presentación.
«Estás buena, estás buenísima», y la mano suelta, rozando, molestando, tentando… Despertando.
Y yo, que llevaba muchos meses separada y escondida en el trabajo, notaba la tensión sexual y el rechazo intelectual compitiendo, casi empatados en su feroz intensidad.
«Este tío es un mierda».
«¿Le gusto de verdad?».
«Que me deje trabajar, joder».
«¿Y si nos liamos qué?».
Un monólogo interior, el mío, muy poco profundo y cada vez más rendido.
Me llevó en coche a casa, me metió la lengua, me dejé, subimos.
Follamos.
Porque no hicimos el amor, simplemente follamos.
Bastó con eso: fue todo un descubrimiento.
Jaime se había metido coca y tenía la polla enorme, dura, como un homenaje.
«Sí que le gusto», pensé. Y le dejé hacerme de todo y lo hice todo con él, en estricta reciprocidad. De pie. Sobre un mueble alto, perfecto, al que me subió para entrar hasta el fondo.
—Por dentro eres aún mejor, Micaela. Eres la hostia. Me recibes y me agarras y no quieres soltarme.
Durante seis o siete meses follamos en todas partes. En su casa, en la mía, en viajes de trabajo, en su despacho, en el baño de la oficina («soy un clásico, pero me pone; me pone imaginarte y me pone hacerlo; vengo al curro verraco y no me sacio nunca, Micaela»).
Follábamos y él hacía como que trabajaba y yo hacía como que no le quería.
Pero le quería.
Le quería porque en el trabajo me valoraba. Le quería porque me hacía daño. Le quería porque sí. O, más bien, no le quería pero creía que sí.
No lo sé.
Lo que sí sé es que quería que me quisiera y por eso me dejaba humillar y utilizar. Y no digo que me dejaba follar porque eso lo hacía deseosa y ardiendo.
Hasta que le echaron.