Jaime era mi jefe inmediato. El director de compras y contenidos, el vendedor de humo, hacedor de favores y creador de boutades.

Su favorita la inventó rápido. Me hacía entrar en su despacho cuando tenía visita y acompañarles en la reunión:

—¿La ves? Es guapa, ¿no? Pues todavía es más inteligente. Y está divorciada. A partir de ahora, sólo voy a contratar divorciadas. Micaela trabaja más que nadie. Digo yo que será por demostrarle a su ex marido lo que se pierde. ¿O no, Mica? ¿Es para que me enamore yo de ti y te retire?

Y la visita y yo competíamos en bochorno.

Para trabajar con Jaime dejé crecer un disfraz que ya nunca he podido quitarme: hice lo posible por parecer distante y acabé resultando borde.

—Me salva el culo varias veces al día, ¿sabes? —insistía a la visita—. Ella hace el trabajo y yo voy a las reuniones y me pongo las medallas. No acabo de entender muy bien qué gana ella con todo esto, pero supongo que, como todas las tías, tiene un lado masoca.

La visita sonreía incómoda, y yo me aburría de oír todos los días el mismo chiste que, por cierto, era una estupidez.

En cuanto nos quedábamos solos, Jaime, invariablemente, me preguntaba por qué me había separado.

—¿Te pegaba?

—No.

—¿Te la pegaba?

—No.

—¿Se la pegabas?

—Oye, ¿te sabes más verbos, que resulta monótono?

—¿Por qué te separaste, Micaela? Alguna explicación habrá…

—Sí, claro: que el divorcio es legal y la separación siempre está ahí, como un fantasma que se instala en todas las parejas. ¿O es que tú nunca has pensado en separarte?

—Yo no estoy casado. ¿Te casas conmigo?

—No, que entonces no podríamos trabajar juntos.

—Cierto. No me conviene.

Visto ahora y visto entonces, Jaime era un perfecto gilipollas. Lo que no impidió, claro, que me acostara con él.