Cuando entré a trabajar en la cadena que presidía el hombre de los tirantes, Manu estaba fuera. Acababa de irse a Estados Unidos a hacer un máster. Al final era verdad que no quería ser escritor y que sólo quería vivir («y alargar la adolescencia, Mica, todo lo que aún pueda, que es poco…»).
Por una de esas casualidades de la vida, él es ahora uno de los jefes de aquella empresa. A él le gusta aclarar que es un jefe gestor. «Un gerente sin más. Yo paso de tu lado creativo, romántico y comprometido; y de los egos de los escritores, los guionistas, los productores, los periodistas, los editores, los actores, los músicos… y todos esos personajes que crean contenidos. Asume que uno de tus grandes amigos es el tipo gris y tranquilote, el de los números; que para cambiar el mundo real y el de la ficción ya tienes a Diego, y para curar tu alma, tienes a Ana…».
Pero aún no hemos llegado a Ana.
Yo estaba entrando en serio en el mundo de la empresa, muy sola y muy inconsciente. Con mis hermanos en sus vidas, Manu en Estados Unidos y Diego a punto de abandonar la tele en abierto para triunfar en la de pago.
Y así, sola, empecé a pensar, a tocar y a mojarme. Todo en el mismo despacho, todo en la misma oficina. La vida, que es lo que tiene: piel, polvos y lodos. Porque en esa cadena de televisión había otros hombres que no eran Patricio: sin tirantes, sin gomina, con mejores sonrisas e incluso con peores almas.
O sin alma, como Jaime.