—Pasa, pasa. ¿Tu nombre era…?
La mujer que me acompañó a la puerta era casi perfecta… Perfectamente indefinible: no tenía edad, ni color de pelo, ni estilo de vestir. Lo único, por ponerle un pero, es que si su traje hubiera sido más color «cáscara de huevo» (matiz particular de mi madre sobre la gama de los tonos crema) y menos marfil puro y duro, se habría camuflado mejor con la moqueta.
Pero no me impresionaba. Ni ella ni su viejo truco desestabilizador: fingía no recordar mi nombre para crearme inseguridad en la entrevista.
«Que me acabo de divorciar del hombre perfecto».
«¡Que-mi-vi-da-es-una-mier-da!».
«¡Que-me-res-ba-las!».
Todo eso, y más, exclamé mentalmente, intentando que el lenguaje callejero me calmara los nervios. Regresé también al punk, igual que hacía antes de los exámenes y todavía, cuando tengo miedo. «Should I stay or should I go», «I fought the Law» y «The Passenger», siempre en el mismo orden.
A mí el punk me cabrea y me hace buena: me da fuerza, lucidez y energía. Me llena de ganas. Por eso seguía cantando mientras calculaba el tamaño de la sala. «No me impresiona», pensaba, pero estaba impresionada: veinte metros de largo y diez de ancho, o sea, doscientos metros cuadrados de espacio para una simple sala de reuniones. La mesa era de una sola pieza. Pretenciosa: la belleza no puede ser tan notoriamente cara, y menos en una oficina (me encanta sentenciar tonterías cuando me aburro; y me aburría mucho. Llevaba ya veinte minutos esperando y ni siquiera sabía a quién).
Saqué la Moleskine (no el iPad, no el iPhone, no; la Moleskine, que eran otros tiempos) para simular actividad intelectual y me puse a escribir: «Cosas que hacer sobre una inmensa mesa de madera pulida». Lo subrayé y fui apuntando…
Antes de llegar al sexo y sus mil posibilidades de deslizamiento, se abrió la puerta y apareció un hombre alto, sonriente, moreno, engominado… ¡Y con unos tirantes verdes, intensos, llenos de tréboles!
Pensé primero, ingenua de mí, que esa cabeza grasienta era la de un irlandés de corazón; que quizá, sólo quizá, todo su look de pijo irredento pudiera compensarse con su afición por las pintas calentorras, las palmadas en la espalda y las carcajadas sinceras.
Pero no.
La mitad de mi cerebro que se había quedado en la Moleskine y el sexo se conectó a tiempo: Patricio López Grey, el presidente de la primera cadena de televisión, el hombre que nunca sale en las fotos. Mierda. Me entrevistaba el presidente y no llevaba en los tirantes la rebeldía irlandesa, sino su propio nombre.
Le di la mano, le miré a los ojos y mantuve la mirada mientras él se entretenía examinándome de arriba abajo, sin vergüenza y sin prisa, con interés y expertise.
—Tenían razón, eres mona.
Le seguí mirando; le dio igual. Sonrió (dentadura perfecta, por cierto; todo lo perfecta que se puede pagar con dinero).
—¿Estás casada?
—Divorciada.
—Pero si eres muy joven…
Primero busqué la cámara oculta y luego hice un esfuerzo importante por recordar el año en el que estábamos y echar otro vistazo alrededor: aunque parecía una entrevista para ser corista de Berlusconi, no había sofá para el manoseo y, que yo supiera, lo que necesitaban era un periodista que pidiera poca pasta, tuviera capacidad creativa y pudiera inventar contenidos desde el lado oscuro de la gestión. Y yo encajaba, con un plus de carreras e idiomas.
Aunque eso no me lo preguntó aquel engominado que entrevistaba ejecutivas como quien revisa el ganado (y ya sé que es un símil escrito mil veces, pero quien lo deteste que pruebe a sentarse ante un tipo poderoso y salido, y mejore la metáfora).
Patricio se cansó, por fin, ya tarde, de la inspección. «Me gusta ver quién entra en mi empresa, ya te lo habrán contado».
—No, no me han contado nada.
—Da igual. Tú pasas mi filtro.
Mi autoestima, a los veintitantos, no se inmutó, pero sí mi alma: «Me acabo de divorciar, hijo de puta, dime qué quieres de mí y deja de mirarme las tetas, dime cuánto pagas, dime si este trabajo me va a salvar la vida, dime algo que no sepa…».
Eso en silencio. Y para compensar, y porque no entendía nada, en voz alta y temblorosa, empecé a preguntar:
—Espera, Patricio, ¿qué quieres decir?
—Que sí, que te quedes.
—¿Y no me debería ver alguien más? ¿Y darme más información? ¿Mis funciones? ¿Mi sueldo? ¿Algo?
—Eso ya te lo contarán.
—¿Quién?
—Pues el que vaya a ser tu jefe.
—¿No eres tú el jefe?
—No ejerzo.
—Menos mal.
Se me había escapado el alivio, pero gracias a eso, por primera vez, además de mirarme, Patricio me vio; y le entró la risa. «Nos lo vamos a pasar bien, Micaela. Nos vemos».
Salió, y en un microsegundo apareció por otra puerta la mujer camuflada para, sin demasiadas contemplaciones, sacarme de esa sala en la que obviamente sólo se podía permanecer en presencia de Patricio, el hombre de los tirantes verdes, el rey de copas.
—Venga, vamos. Fuera.