—Te puedes volver a casa, ¿eh?, que tienes veinticuatro años y nadie va a decir nada.

Ése fue mi hermano Pablo, con un intervencionismo tan impropio en él que me asustó.

—O sea, Mica, que tú vas a seguir siendo la rara y todo eso, que ya te has casado demasiado pronto, y te has separado demasiado tarde, o al revés, que ya has currado a los veinte, que ya, tía, que aún puedes vivir una segunda adolescencia hasta los treinta. Como yo y como toda tu generación.

—(…)

—Lo digo en serio, Mica. Nadie te va a mirar mal. No sé, hermanita, ¿cuánto ganas? Te matas a currar para pagar una casa que tú nunca habrías alquilado sola… Es absurdo y hasta ahí todo bien, Mica, muy propio de ti. Pero es que también resulta estúpido y eso ya te pega menos.

—(…)

—Hasta ahora, todas tus tontunas y tus rarezas eran medio románticas, pero ésta mercantilista no te va nada. Sal, tía, diviértete, folla, rompe corazones, ríete, que ya no te ríes nunca, Mica.

—Estoy empezando a reírme otra vez…

—Seguro…

—(…)

—No me mires así, Mica. Yo sé lo que has pasado, y te lo puedo decir porque es exactamente lo mismo que hemos pasado Jon y yo. Y ya. Pasado en todos los sentidos. Venga, va, ¿no te gustaba mi amigo Caco desde siempre? ¿Te monto una cena con él? Que el tipo es gracioso. Pero, Mica, please, deja de currar como si fueras una puta monja laica, deja esta buhardilla de pijaprogre, deja esta vida que no es tuya y encuentra otra que te pertenezca y en la que puedas reconocerte…

Para una vez que mi hermano Pablo me miraba, me veía entera, me atravesaba. Tenía razón, claro. Y también, al mismo tiempo, no la tenía.

Yo no sabía bien cómo vivir; y estar ocupada era una manera de estar y una manera de ser sin pensar. Aunque esa visita histórica de Pablo me puso un poco las pilas: dejé la buhardilla pija y me fui a un estudio diminuto, con menos metros y más vida.