Y el resto de mis paseos los di al teléfono, con Miguel.

Me llamaba todos los días.

Ciclotímico: volvemos, eres una zorra, volvemos, vamos a ser amigos, eres una zorra, me has destrozado la vida, volvemos… Eran llamadas erráticas, casi estadísticas, de prueba y error.

Miguel me llamaba sin querer hablar conmigo. Y yo tenía la tentación de descolgar, repetir unos cuantos monosílabos, y no estar. Tenía la tentación, y directamente desconectaba. Porque, además, Miguel llamaba siempre de noche.

Para mí era la prueba: que en el trabajo no se acordaba, que con sus amigos tampoco. Que sólo al llegar a casa algunas noches —las noches en que no tenía nada mejor que hacer— pensaba en mí. Aunque pensar, pensar de verdad, no pensaba mucho.

Y yo no tenía tiempo.

Hacía mis horas en la cadena, y por las mañanas hacía todo lo demás: edición y diseño freelance.

—Pero ¿por qué lo haces?

—Para pagar el alquiler, Miguel.

—Pero si lo pago yo.

—Ya no.

—¿Por qué?

—Y yo qué sé… Pero, vamos, que haces bien, que tengo que hacerme mayor.

—Conmigo. Hazte mayor conmigo, Mica. Tengamos un hijo.

—Miguel…

Poco a poco, por agotamiento, empecé a dejar de pensar y aprendí a mirar: el mundo parecía cambiable con Diego al lado; y Manu siempre me hacía reír. La felicidad existía, andaba por ahí cerca.