O sea, que me separé por miedo al vacío, a mi vacío, y me zambullí en él como si fuera una profesión, una forma de vida o… O un castigo. Me castigaba andando. Caminaba horas cada día, para ir al trabajo, para volver a casa, para nada.
Caminaba buscando pistas: quería entender cómo eran los demás, hacia dónde andaban, por qué tenían prisa. Y algunas veces, viendo mi sombra en algún escaparate, pensaba: «Parezco uno de ellos, parezco cuerda y no lo estoy: soy la única mujer vacía».
Disimulaba con Manu y con Diego, que se habían conocido y se habían gustado, y no conseguía disimular con mi madre: todas las mañanas me llamaba para preguntar si quería comer en su casa, una forma como otra cualquiera de iniciar una conversación y hacer un chequeo rápido.
—No, muchas gracias, ya me apaño.
Mi madre sabía que yo no he cocinado ni voy a cocinar nunca, sabía que no me estaba apañando; lo sabía todo, como siempre, pero no me dijo nada. Ni lo dijeron mis hermanos, que son no intervencionistas. Porque nuestro lema familiar siempre ha sido algo así como «si tú no te metes en mi vida, yo no me meteré en la tuya; si tú no te metes en mi vida, cuando me necesites estaré».
—Define «necesitar» —me chinchaba Manu cuando venía a casa y se encontraba la nevera vacía salvo por un poco de helado.
—No lo sé, es un verbo que no practico.
—Eres una chula de mierda, Mica.
—Y tú un gorrón. Si quieres cervezas, tráetelas puestas.
Me desperté de un tortazo, un día cualquiera, con un recibo astronómico: Miguel se había ofrecido a seguir pagando el piso, «mientras vemos qué hacemos», pero su padre, su madre, su conciencia…, quien fuera cambió de opinión.
Y fue que no.
Mi mierda de trabajo no podía pagar ese alquiler.
—¿Te das cuenta de que el dinero es una forma de control, Micaela?
Esa pregunta me la hizo mi psicoanalista, y sólo admitía una respuesta: «No soy completamente imbécil, sólo lo parezco».
Miguel quería hacerme volver. O castigarme. O mandarme a la mierda.
Él o su madre.
Y lo que hicieron fue marcarme una meta: espabilar y no necesitarlos. El dinero es también un objetivo, y yo sólo quería ganar lo que costaba un alquiler.
—O sea, que eres freelance.
—Llámalo como quieras.
—Lo llamo freelance y pluriempleada. Porque trabajas en la tele y, luego, no sé cuándo, te haces tus curros en casa. Pues muy bien. ¿Y qué más haces?
—Trabajar.
—¿Y qué más?
—Trabajar.
Ya no tenía tiempo para quedar con Manu. Yo trabajaba para pagar el alquiler, él vivía.
A cambio, tenía la cordura de Diego en la cadena. Seguíamos intentando colar brillantez en aquellas noticias bobas, seguíamos disfrutando al pensar, seguíamos soñando.
Recuerdo aquella época como un largo otoño. Y el otoño, para mí, era la piscina de casa de mi abuela: un estanque irregular que en octubre vaciábamos para despedirnos del verano. Allí, en el fondo, nos juntábamos los primos y competíamos en un juego absurdo que había inventado mi padre: el fútbol-tenis. Ponía una red en el centro de ese enorme cuenco vacío y teníamos que pasar la pelota de un lado a otro sin usar las manos, a patadas, entre risas y balonazos.
La preciosa buhardilla en la que había vivido con Miguel y que habíamos llenado de amor y de futuro, era como el estanque de mi abuela después de que muriera mi padre: un enorme hueco del que yo, cada vez más pequeña, no podía salir.
La recorría de un lado a otro cada noche, tocando las paredes con la punta de los dedos, y me daba cuenta de que ése era mi fondo, que ya no podía estar más triste ni más sola, y que tampoco podía ser menos yo.
Me miraba en las paredes y me decía: «Vale tímida, vale un poco borde, vale seca; no vale amargada, no vale triste. Yo sé reír y hacer reír…». Paseaba como si estuviera entrenando. Di dos o tres millones de vueltas por el perímetro de la buhardilla, llorando, conteniendo las lágrimas, sonriendo, haciendo muecas, bailando… Di otros dos o tres millones de vueltas aprendiendo a aprender, aprendiéndome y aprehendiéndome.