Cuesta mucho separarse de alguien a quien quieres.
Miguel y yo lo intentamos todo, empezando por escapar a unas vacaciones tan desesperanzadas como el último deseo de un condenado.
Fuimos a Bali y asoleamos por allí nuestra ingenuidad y nuestra tristeza. Por los templos, los arrozales y las playas. Por las sonrisas de una isla aún virgen de turistas y tsunamis. Por el cielo en el mar.
No habíamos dejado de tocarnos, pero sí de hablar y de reírnos.
Miguel estaba triste, y yo no podía soportar la responsabilidad de hacerle infeliz. Volvimos separados, en mundos ya diferentes. Volvimos y Miguel aceptó la casa que le ofrecieron sus padres. Volvimos y no volvimos nunca.
No hubo forma; yo no sabía quién era y Miguel sí: el que es ahora. El que está seguro de quererme. Su empresa, sus amigos, sus aficiones y su amor.
Yo era un dolor, y luego un vacío, y luego un amor, y luego otro vacío. Yo no me sostenía y no podía sostenerlo. Miguel tenía razón: yo iba de víctima, y de profunda, y de trascendente, y no me lo creía ni yo pero tampoco sabía cómo salir, tenía que mojarme un poco, y dolerme, y responsabilizarme, y dejar de poner cara de Bambi, y ser sincera con él; sincera y divertida, como era con Manu; sincera y comprometida, como era con Diego.
Sólo a Manu intentaba explicárselo.
—Yo le quiero, pero no.
—¿No qué? ¿No estás enamorada? Concreta un poco, Mica.
—Estoy mejor cuando él no está en casa. Estoy mejor leyendo un libro que cenando con él. Me cansa darle explicaciones que ni siquiera me pide. Prefiero ir al cine sola…
—Micaela, tía, ¿pero tú no serás autista o algo? A ver, que vives en una casa de puta madre, con un tipo que es guapo, divertido y buena gente, al que quieres y que te adora, y te has montado un drama del siglo XIX.
—¡Es que no sé quién soy!
—¿Y qué tiene que ver Miguel con eso, Mica?
—(…)
—Mica…
—Que me llena de ruido.