Manu y yo hemos repasado mil veces esa conversación.

«Acojona, Mica, qué tío… A mí me viene el padre de Marta a hablarme de nuestro matrimonio y me desmayo de pura vergüenza. Pero tenías que haber aceptado su oferta, haberte dedicado a escribir con sueldo. Como si fueras una artista y tu suegro un mecenas… Que ya no quedan mecenas, Mica, ni de los ricos ni de los buenos».

—Te olvidas de un detalle importante; o de dos, mejor dicho. El primero, que yo no quería escribir…

—Sí querías y acabarás escribiendo…

—… el segundo, que si me hubiera encerrado a escribir a los veintitrés años no habría tenido nada que contar, que no había vivido.

—Aun así, Mica. Mira dónde estás ahora, mira: justo donde él te ofreció estar, refugiada en casa de Miguel y sin trabajar.

—Me despidieron ayer, Manu, no estoy aquí por gusto y, además, voy a volver a currar.

—Otra vez porque tú quieres. Y eso que ya no tienes edad de ser mujer objeto, pero Miguel está obsesionado y ni te ve, sólo te recuerda y te imagina. Venga, Mica, que sería bonito…