Luis, mi suegro, llamó primero a mi madre y encontró un muro: «Es su vida, yo no voy a intervenir».
Luego, frustrado, me llamó a mí.
Me llamó al orden, quiero decir. Y se invitó a mi casa.
Luis imponía e impone.
—Micaela, fui el mejor amigo de tu padre, aunque éramos muy distintos. A él le gustaba presumir de coherencia, y se reía de mí y de mis renuncias, de que me hubiera hecho millonario. Si quieres lo puedes simplificar y ponerte de su lado…
—Yo no quiero nada.
—Déjame hablar, Micaela.
—(…)
—Te explico todo esto para que no me malinterpretes…
—(…)
—Si en algo nos parecíamos tu padre y yo no es en la ideología, sino en el amor y en una obsesión por la familia que nos avergonzaba reconocer.
—(…)
—A los dos nos cambió la vida el tener hijos. Lo hablamos mucho aquellos primeros años. Queríamos seguir siendo personas, combatientes, ciudadanos… y nos habíamos convertido en padres. Nuestra vida era vuestra de una manera total y absoluta.
—(…)
—Claro que nos importaban la política, la Transición y el mundo, pero, en el fondo, no luchábamos ya por la sociedad, sino por nuestras familias.
—(…)
—¿Lo entiendes, Micaela?
—Creo que sí.
—No me basta el «creo». ¿Lo entiendes?
—Sí.
—Te lo digo porque a mí lo que más me importa es Miguel. Como a tu padre le importabais vosotros tres, de la misma forma definitiva, a mí me importa Miguel.
—(…)
—Si yo pensara que él iba a ser más feliz fuera de mi empresa, si él tuviera una vocación clara, si… No sé, no quiero parecer romántico, porque no me refiero a una vocación artística, me refiero a cualquier otra cosa, a cualquier pulsión. Si él quisiera algo con todas sus fuerzas, yo no le dejaría venir a trabajar, le obligaría a perseguirlo, vivirlo y disfrutarlo…
—(…)
—Pero Miguel no tiene vocación, o no la tenía hasta que te encontró a ti, hasta que os visteis en Londres.
—(…)
—Su vocación eres tú, Micaela.
—(…)
—Conozco a mi hijo. Miguel te adora y vive por ti. Vive para ti.
—(…)
—¿Me entiendes ahora también, Micaela?
—Sí. Aunque creo que exageras.
—No exagero, no, ojalá.
—(…)
—Perdona… No lo decía en mal sentido.
—(…)
—En realidad, no critico ni aplaudo su opción; sería perfecta si le hiciera feliz. Pero Miguel está triste, apagado, mustio… Y no tiene por qué. Vive con la mujer a la que quiere, tiene dinero, libertad, trabajo, amigos…
—(…)
—Crees que te estoy acusando… No. No me voy a meter en vuestra relación de pareja. Lo que quiero es que me digas qué puedo hacer para ayudar.
—(…)
—No me mires así, no es una pregunta tan rara; y, además, soy su padre, no un extraño.
—(…)
—¿Qué te falta a ti que yo te pueda dar? ¿Volver a vivir en otro país? ¿No ver casi a mi mujer, que no te cae bien?
—(…)
—Ya. Ya sé que tú tampoco le caes bien a ella.
—(…)
—¿Qué os falta? ¿Tiempo? ¿Dinero? ¿Qué? ¿Tú qué quieres, Micaela? ¿Ser periodista o escribir? Que no es lo mismo…
—(…)
—Dime.
—No lo sé, Luis, de verdad.
—Pues piénsalo, porque si quieres ser periodista, puedo hacer poco, lo tienes que conseguir sola. Pero si lo que quieres es escribir, yo te ayudo: me cuentas el sueldo que estás ganando ahora, te lo igualo o te lo doblo, lo que sea, os ayudo con la casa, con los viajes, con todos los gastos, y tú escribes mientras Miguel trabaja, y le regalas a cambio el resto de tu tiempo, y arregláis lo que os pase, y os hacéis felices.
Luis lloraba.
—Me sería fácil, Micaela, hablarte de tu padre otra vez, de que me gustaría sustituirle porque era mi mejor amigo y tú lo perdiste demasiado pronto. Pero yo no soy tu padre, ni puedo serlo; soy el padre de Miguel y sufro con él y por él. Dime qué puedo hacer. Por favor…