Por mucho que dijera Miguel, tampoco sonreía a mis hermanos, más que nada porque los veía poco. A Manu y a Diego sí, eso es cierto.
Diego compartía conmigo el turno y la falta de fe en esa manera de hacer periodismo. Recibías noticias de agencia, las masticabas en un texto facilón, las recortabas, las montabas y las locutabas, y ya: listos para esos programas que, por la mañana, mientras desayunaban los trabajadores de los noventa, contaban que el mundo estaba mal pero que en un zoo chino habían conseguido, por fin, que los osos panda se reprodujeran en cautividad.
Guerra en Sarajevo, terremoto en Kobe, casi cien muertos en una cárcel de Argel… «Chicos, ¿no tenéis nada mejor?». Resistiéndonos a acabar embrutecidos, Diego y yo colábamos ideología, activismo y guiños en las victorias del tenis español, las bodas de los ricos y famosos, y la inauguración de Port Aventura.
O, al menos, lo intentábamos.
Poco se podía hacer en aquellos servicios informativos que presagiaban ya la era del infotainment: «Da igual que sea importante, lo que tiene que ser es entretenido». Nuestra jefa, Elisa, era seca y estirada como su nombre. Yo creo que ella valoraba nuestra ingenuidad, que hasta le enternecía esa ilusión, pero no tenía tiempo ni fuerzas que dedicarnos.
Así que Diego y yo empezamos a editar rapidito lo que sabíamos que se esperaba de nosotros, mientras hacíamos planes y nos hacíamos amigos. Diego entonces estaba con una mujer de la que no hablaba. Y yo tampoco mencionaba a Miguel. Nuestra amistad, con lo guapo que él era, que sigue siendo, nació más intelectual que emocional, quizá por ese entorno de sensacionalismo y vísceras, de banalización extrema.
Nos hicimos amigos sin prisa pero sin pausa.
Si Manu es mi alma, mi risa y mi sentido común, Diego es mi Harry. El hombre con el que yo puedo hablar de todo lo que me importa: política, literatura, cine, sexo… El hombre con el que puedo medirme, aprender, construir, mejorar. El hombre que ahora dirige la más sólida empresa audiovisual de este país. «Mi amigo Diego», pienso siempre con admiración.
El caso es que Miguel no tenía celos de mi trabajo, ni de Diego. No tenía por qué. De lo que tenía celos, o nostalgia, era del pasado que llevábamos pegado, de nuestro mundo de aislamiento y sol, de un verano eterno, de un amor para siempre.
Y yo también.
Nostalgia de niños, nostalgia de la irresponsabilidad, nostalgia de la huida.
Los dos nostálgicos y ninguno construyendo.