—¿Un trabajo de qué tipo? —me preguntaba Luis, mi suegro—. Que yo tengo amigos y contactos, Mica.
—Gracias, Luis. No quiero contactos, quiero un trabajo. —Contestaba muy chulita, muy académica, muy ingenua, a un suegro bienintencionado al que acusaba de ser eso, «bienintencionado». Pobre Luis.
Hasta que, efectivamente, un «contacto» suyo me metió en esa cadena de televisión y me devolvió a la casilla de salida del periodismo: veintidós años, recién casada, turno de noche.
Era incómodo, inoportuno y mal pagado, pero era lo que yo quería, y, mientras tanto, Miguel se había puesto la corbata, y yo ya no lo veía sin ella.
Porque, claro, no es lo mismo recorrer América en moto con el hombre al que quieres que verle salir con traje cada mañana mientras tú te desperezas. No es lo mismo que te agarre la muñeca para salvarse que recibir un par de llamadas rutinarias: «Hoy tengo un par de fuegos, no puedo con mi alma». No es lo mismo tener todo el tiempo del mundo para inventar el amor que apenas coincidir en la cama un par de horas, de horas malas y cansadas.
Miguel y yo teníamos horarios irreconciliables y no nos separamos por eso.
Los fines de semana, a Miguel le relajaba salir de copas, a mí quedarme en casa leyendo. A él le estresaba más que yo trabajara que su propio puesto, a mí me angustiaba sentir que cambiar el mundo ya no era su sueño. Claro que eso lo veo ahora, porque entonces no veía, no le veía, no nos veíamos.
Pasó más despacio, pero también ocurrió rapidísimo.
—Eres el último mono y te quedas a trabajar hasta las mil.
—Tengo el turno de noche, Miguel, no puedo salir antes. Yo no soy la hija del dueño, como tú; yo no puedo elegir.
—Sí puedes.
—Puedo, claro, depender de ti y vivir del cuento.
—Mica, no te pongas sarcástica, que los dos sabemos que te da pereza volver a casa.
—¿Yo sarcástica? Tú te pones dramático. ¿Para qué quieres que vuelva a casa si ahora sales cada noche?
—Salgo porque no estás.
—Sales porque te gusta.
—Y porque no estás.
—(…)
—Y porque no estás, Micaela.
Así un día.
Y otro.
Envenenándose, envenenándonos.
—¿Pero ya no me quieres o qué?
—No te veo, Miguel, que no es lo mismo. Sí que te quiero.
—Pues mírame, quiéreme, tenme en cuenta…
—Otra vez estás dramatizando.
—No, Mica, lo que pasa es que tú crees que ser huérfana y haber estado en coma te da derecho a ignorar el sufrimiento de los demás.
—Pues sí que me conoces, sí. Y sí que me quieres.
—Sí te quiero, pero desde que volvimos a Madrid ya no estás.
—Y tú sí estás, ¿no? ¿Estás cambiando el mundo o estás ganando pasta para tu papi, el millonario altruista que ya no la necesita?
—Sigue, sigue. Venga, a ver si encuentras otro golpe bajo.
—No más bajo que lo que tú me has dicho, que me acusas de ser huérfana como si fuera una opción estética.
Yo lloraba, claro. De rabia y de verdad. Era un psicodrama que se repetía, que sobredramatizábamos y que nos dejaba exhaustos.
—Mica, perdona… Es que siento que no puedo tocarte, que sólo eres tú cuando estás lejos de mí, que ya sólo sonríes a Manu y a tus hermanos. O a ese Diego al que acabas de adoptar en la cadena.
—Déjalo, Miguel.
—Mica, que quiero arreglarlo.
—No, lo que quieres es joder a tu madre, que odia que estés conmigo porque eres hijo único, y a tu padre, que cree que a los catorce me convertí en una depresiva de mierda.
—¿Ves? Lo estás haciendo otra vez.
—Déjame en paz.
Hubo un montón de versiones de esta conversación y creo que las recuerdo todas. Sus matices, sus palabras, sus lágrimas. Su daño: cada vez más profundo, más aburrido, más innecesario, más estéril.