Yo le cogía el teléfono, le escuchaba y le dejaba invadirme con su sentimiento del día. Siempre cambiante, siempre doloroso. Igual tenía que haber cortado, pero no fui capaz: aceptaba que él quisiera irse y no le perseguí jamás, pero si él me buscaba, yo no iba a dejar de estar.

Por si acaso.

Por si acaso un día era capaz de devolverle amor.

Por si acaso un día era capaz de esconderme otra vez dentro de él.

Por si acaso algún día me curaba o decidía que no, que para nada, que nunca había estado enferma.

Supongo que la que se cansó fue Mar.

Y que se lo pidió.

Por favor.

«Lo que no voy a hacer es casarme con ella, eso no, pero vamos a vivir juntos y tengo que dejar de hablar contigo. Entiéndelo, Mica, se lo debo».

Lo entendí tanto que arrastré a Miguel al juzgado y, morbosos o adivinos, los funcionarios nos citaron el día antes de que naciera su hija en un parto programado.

Nos divorciamos delante de unos estudiantes que esperaban un poco más de tensión y de morbo, pero que sólo vieron cariño e intimidad: no había pensión ni bienes que repartir, no teníamos nada que discutir y el juez casi nos felicitó por nuestro civismo.

Al salir, lo abracé y le di la enhorabuena por anticipado. Él se iba al hospital. Yo, perfectamente sincronizada, siempre cambiando de vida con drama y efectismo, estaba a punto de ingresar en un mundo de corbatas.